Si son, como yo, amantes del cine de acción de los 90, la habrán visto seguro. Ese cine, el de hace ya dos décadas -¡Madre mía, que viejos somos!- dejaba películas que jamás ganaron premios académicos de relevancia ni destacaban por la gran labor interpretativa de sus actores pero, demonios, qué buenas eran. Y entre ellas, Un día de furia. En ella el satirón de Michael Douglas protagonizaba un acto de rebeldía al que todos deberíamos tener derecho una vez en la vida. E inmerso en esta plasta de calor y humedad que envuelve Málaga estos días, al tiempo que la ciudad se pertrecha para sus días de fiesta en el Centro y en el Real, me ha dado por imaginar una versión malaguita de este clásico del 93, me lo he traído de la tórrida California a la cálida Costa del Sol y lo he modestamente retitulado Un día de feria.

Ubicamos la acción en pleno atasco en la Alameda Principal, producto de la gran cantidad de visitantes a la Feria del Centro y, claro, a las obras del metro. El repiqueteo de la taladradora se clava en la sien del bueno de Michael que, recién incorporado a su nuevo trabajo en una sucursal bancaria de Estepona, se dirige al encuentro de su mujer en la caseta de la plaza de la Constitución envuelto en el sudor de esta ola de calor que no se larga de Málaga y sin el alivio del aire acondicionado que se ha estropeado, agárrense, hace justo una semana. Tras avanzar diez metros en treinta minutos, y con el coche paralizado en plena rotonda, Michael estalla, apaga la radio, aplasta una mosca contra el salpicadero con un ejemplar de La Opinión -;)- y sale de su vehículo para entrar a pie en la calle Larios. El sudor se le mete en los ojos que agrian aún más su mirada al ver la portada, el camino, por la multitud que se agolpa, se hace eterno y no puede refrescarse a precio de Cartojal y mucho menos a recuperar fuerzas con una patata asada que difícilmente se parece a la que aparece en el cartel del puesto ya que se gastó todo su cash en unas biznagas para su señora y las amigas. Finalmente alcanza a su Carmela, envuelta en faralaes, dándolo todo al ritmo de Siempre Así.

Cumple, bebe por fin, se tranquiliza un poco y ni siquiera piensa en su Seat abandonado frente al Marqués de Larios, cuando llega el momento, las seis de la tarde, de dejar el Centro y mover las caderas hacia el Cortijo de Torres. Pero Michael no se mueve. Hay algo que le impide seguir al grupo y lo deja inmóvil, como petrificado entre la marabunta que se mueve como ríos hacia los cuatro puntos cardinales de la Constitución. Vencido, el bueno de Michael, exhala un «Quién me mandaría a mí...». No es que no le guste la Feria, es que Michael se ha quedado pegado al suelo.