Uno de los gestos más sutiles y exquisitos que existen es regalar una palabra. Debo a mi primo Diego el descubrimiento del vocablo italiano ferragosto, cuya sonoridad rotunda y temperamental me entusiasma. El término se refiere a la festividad de carácter laico que se celebra en ese país tal día como hoy, 15 de agosto, la cual deja las ciudades desiertas y las playas abarrotadas. Al parecer deriva de la locución latina Feriae Augusti (vacaciones de Augusto) por ser tal emperador quien implantó la fiesta en el calendario romano. Pero, en una pirueta semántica, yo siempre he querido -erróneamente- relacionar ferragosto con hierro, parentesco que sin embargo se me hace la mar de evidente cuando no ya el hierro, sino el mercurio del termómetro sube más allá de los 35ºC: un agosto de hierro.

Es entonces cuando entra en escena una de las salamanquesas que han escogido mi terraza como territorio de caza. Balancea su cabeza allá en el techo mientras escribo estas líneas, y me pregunto si lo hace en señal de aprobación o como reproche ante el fácil recurso al calor veraniego, del que vengo abusando en las columnas de las últimas semanas. Seguidamente, un pensamiento absurdo me viene a la cabeza: ¿tendrán aire acondicionado las cabinas de la noria gigante? Mientras no sepa la respuesta me niego a subir. Y más hierros de agosto, más metal portuario: parece que ya no vienen de camino dos plataformas petrolíferas a invernar en el muelle de contenedores. Para mí que la Autoridad Portuaria no tiene grandes planes para las cinco esfinges de acero que custodian indolentemente el morro de poniente.

Les invito a regalar una palabra a un ser querido. Dan mucho de sí. Gracias, Diego.