Paso parte del año en un lugar de la costa andaluza conocido sobre todo por su marisco, su pescado y las espléndidas playas de sus alrededores.

Es un lugar frecuentado sobre todo en verano por un turismo básicamente español al que no parece importar demasiado el deterioro creciente de su casco histórico porque viene a gozar sobre todo de la gastronomía y de los baños en el mar.

Una excesiva, por absurda y burocrática, protección de su patrimonio no deja adecuar a las nuevas necesidades ningún edificio, pero permite que se arruinen poco a poco muchos de ellos de indudable valor monumental o histórico, comprados por especuladores en la época del boom inmobiliario y hoy propiedad en ciertos casos de los bancos.

Pero si hoy he querido hablar de este lugar en este artículo no es por ese lamentable abandono sino sobre todo por algo que observo todos los fines de semana en mis paseos matutinos hasta la playa más cercana y que no es otra cosa que los efectos del llamado «botellón». Tienen por costumbre muchos jóvenes del lugar o quienes lo visitan durante la temporada de verano reunirse todas las noches desde los jueves hasta el domingo en el paseo que lleva a la playa y en una amplia explanada en la que aparcan sus coches y sus motos.

Todas las madrugadas de ese largo fin de semana, el paisaje que dejan es desolador: centenares de botellas de todos los tamaños y marcas de bebida, latas, restos de comida basura, incontables bolsas de plástico y alguna que otra vomitona.

Pacientemente, los empleados del servicio de limpiezas contratado por el Ayuntamiento y pagado por todos los vecinos acuden allí bien temprano con sus sacos y sus tenazas para ir recogiendo pacientemente lo que los otros dejaron, escenas que estoy seguro de que se repiten en muchos otros lugares de la costa.

He hablado con algunos de esos trabajadores, que me cuentan que el botellón está prohibido en ese y otros lugares, pero la policía local no hace absolutamente nada porque todos los fines de semana se producen las mismas escenas de borrachera colectiva sin que nadie trate de impedirlo.

Además, muchos jóvenes cogen luego los coches para continuar la juerga en algún lugar que esté abierto a esas horas o simplemente para volver a casa sin que nadie parezca someterlos a un control de alcoholemia.

Y uno se pregunta por qué no se sancionan esas muestras de incivismo, que serían impensables en otras latitudes y que tanto perjudican además la imagen de una localidad que tiene la aspiración de ser un «referente de turismo», como no dejan de proclamar sus responsables políticos.

Porque ocurre que esos jóvenes inciviles no se limitan a beber y ensuciarlo luego todo, sino que en muchos casos y en su estado de embriaguez se divierten destruyendo la barandilla del paseo marítimo, las farolas o cualquier elemento del mobiliario urbano, que luego nadie se preocupa de reparar porque seguramente no hay presupuesto para ello.

No es, sin embargo, por desgracia sólo un problema de botellón o de jóvenes inciviles sino en general de cultura porque leo estos días en la prensa que en la capital de la provincia en cuestión van a celebrarse como todos los años unas barbacoas en la playa con motivo de un trofeo de fútbol.

Y también, como todos los años, las familias volverán a dejar sobre la arena miles de toneladas de basura en el convencimiento de que los servicios de limpieza del Ayuntamiento, que para eso se pagan, ya se encargarán luego de limpiar la playa.

¡Bonito panorama!

Con el paso del tiempo, esta apuesta por la individualidad de la persona y por el cultivo de su interioridad, característica del protestantismo, pondría las bases de la civilización burguesa, cuya luz peculiar constituye -en palabras del historiador John Lukacs- «una de los grandes instantes de la humanidad». Frente a las certezas dogmáticas de las ideologías, la mirada luterana alienta el valor singular de cada persona: de la persona libre, diríamos, que se niega a ser asimilada por las masas, las modas o la presión silenciosa de la mayoría. Se trata de un tema de una rara modernidad, que recorre todo el siglo XX para adentrarse en el nuestro: el valor del ser humano y del individuo frente a la violencia explícita e implícita ejercida por la sociedad.

Tal confusión de la realidad con la pompa y la circunstancia nos recuerda que no hay nada nuevo bajo el sol y que debemos estar siempre vigilantes contra los ídolos a los que cada época decide rendir culto. Esos mitos representan, en último término, la falsedad del mundo. Se nos intoxica a diario con las promesas más variopintas, reproducidas miméticamente. El capitalismo liberal -que, como fórmula económica, es la que mayor prosperidad ha traído- se convierte en una maquinaria de exclusión cuando se deifica a sí misma y deja de reconocer sus límites.

Las utopías de la izquierda traen consigo promesas infinitas de igualdad a costa de sacrificar las libertades y destruir la prosperidad de los ciudadanos. El nacionalismo rompe los países y las sociedades, convirtiendo en tótem una visión sesgada y reductora de la identidad. Los gurús de la ciencia, la tecnología y los Big Data llegan ahora como el nuevo hit de la modernidad, siempre dispuestos a imponernos sus respuestas para todo. Fue Hannah Arendt quien señaló con acierto que el fin último de las ideologías, reacias a los frenos y los límites, es crear un Estado totalitario, un espacio sin fisuras.

En nuestro mundo, el ruido ha sustituido el análisis de la realidad. Las ideologías vuelven a desafiarse entre ellas. Los movimientos de masas se constituyen como refrendos democráticos, cuando rara vez lo han sido. El frentismo se ofrece como algo natural y acorde con los tiempos. Las ficciones, sobre todo si son políticas e ideológicas, merecen una lectura descreída, un cedazo de escepticismo. Ante los falsos ídolos, la irreverencia resulta una actitud muy saludable.