Los nuevos narcisos no se miran en las mansas aguas de un lago sino en las agitadas pantallas de nuestro universo audiovisual: teléfonos, tabletas, televisiones y ordenadores les sirven como espejo para gustarse y gustar a los demás, que ya no son, como en los viejos tiempos no tan lejanos, personas activas sino meros espectadores pasivos. Se observan con detenimiento, se ven guapos o interesantes y, en consecuencia, se exhiben, casi siempre con éxito porque nuestro modelo de sociedad premia la tontería, la superficialidad y el egotismo hasta el punto de haberlos convertido, para la gran mayoría de la gente, en la única referencia válida a la hora de regir sus vidas. Es por eso que predominan los programas, en cualquier segmento del día, en el que alguien, preferentemente varón, muestra sus habilidades extremas en alguna disciplina, para pasmo y regodeo de quienes les contemplan, sin que lo que de verdad importe sea esa disciplina sino la estrafalaria y exacerbada personalidad de quien la practica.

Varios de esos programas son guiados por mentecatos que se adentran en selvas, sabanas y otros parajes salvajes para ir molestando, denigrando y antropomorfizando a los pobres animales que tienen la mala suerte de cruzarse con ellos. Con la excusa de contarnos algo sobre ellos, se ponen en peligro (un peligro controlado aunque colocado hábilmente bajo la lente de aumento de la cámara) para que admiremos su valor y su superioridad, es decir, la superioridad del ser humano sobre los bichos. De paso, confraternizan con los pueblos naturales de esos lugares con el paternalismo y la típica soberbia campechana del señorito que reconoce a sus empleados el derecho a existir siempre y cuando no se olviden de que son inferiores, muy inferiores. En otros programas unos concursantes son "abandonados", también en lugares inhóspitos, para ver si son capaces de sobrevivir desnudos del todo durante varias semanas o meses. Para hacerlo deben cazar ratas, comer gusanos, encender fuegos con palitos, ahumar nubes de mosquitos, defenderse de cocodrilos o bandadas de monos, beber aguas ponzoñosas y aguantar los caprichos de la pareja que le haya tocado en suerte. Hay programas protagonizados por veterinarios, por aventureros, por cocineros que también son frailes (te arreglan el restaurante que no funciona cambiando el decorado y el menú y, ya que están por ahí, te arreglan en dos días relaciones humanas, con familiares y personal de servicio, enquistadas en el odio y la incomprensión durante años), por subastadores, por casas de empeño, por policías (desde Hawai a Pozuelo de Alarcón ya no quedan apenas cuerpos que se resistan a la llamada de la fama mediática), por cazadores de compatriotas en los confines del mundo, por locos de los coches y de las motos, por magos y payasos (los menos nocivos porque, a pesar de que también ellos se colocan en el centro de la noticia, al menos van repartiendo ilusión de la buena y dibujando sonrisas que salen del corazón), etc.

Narcisos, mamarrachos: se creen geniales (y dejamos que se lo crean engordando sus índices de audiencia y sus cuentas bancarias) pero no son más que figuras tristes deambulando por las afueras de lo real. Estantiguas, fantasmas y espectros que convierten en barro todo lo que tocan, incluso el oro de los animales salvajes, las selvas, los océanos, los pueblos, las ilusiones, el cuerpo, la inteligencia, el conocimiento, los viajes, la comida, los sentimientos, la diferencia, el misterio o la ciencia. Hay grados en estos programas, pero todos apuntan a lo mismo: la banalización como dictadura y como fin y principio de las cosas.