¡Ay, la que se ha armado de pronto con las vacaciones de la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena!

Resulta que después de toda una vida de trabajo y dedicada ahora a la cosa pública, la dama se tomó una semana de vacaciones en la bella costa gaditana y un periódico sacó nada menos que en portada la supuesta contradicción entre las causas que defiende y lo que gastó en esa semana de descanso.

La primera edil se creyó en la obligación de contestar que el dinero que le costó el alquiler de la casa sirvió para el disfrute de varias personas de su entorno y no sólo el suyo.

Como si por haber sido o ser comunista o simplemente de izquierdas, un profesional no tuviese derecho a gastarse 4.000 euros en unas vacaciones cuando le diese la gana siempre y cuando lo hiciese con su propio dinero y no con el ajeno.

En el país de las tarjetas black, donde tantas personas han aprovechado sus cargos en las empresas públicas, medios de comunicación incluidos, para pegarse viajes, alojarse en hoteles y darse comilonas que jamás pagarían de su propio bolsillo, resulta que cierta prensa se escandaliza ahora por el comportamiento de la ex juez Carmena.

En el país de la envidia, el resentimiento y la maledicencia, parece como si cualquiera que defienda las causas sociales, se interese por los problemas de los desahuciados y pague regularmente su cuota de socio a Amnistía Internacional o a Oxfam tuviera que llevar alpargatas como muchos obreros en tiempos de Franco. O que quien gana suficiente dinero y sigue siendo de izquierdas es un estúpido, un hipócrita o un excéntrico.

Y en este país en el que el automóvil es todavía para muchos un cierto símbolo de estatus, cuando en otros mucho más ricos que el nuestro esto es algo ya superado, el hecho de utilizar los transportes públicos en lugar del coche oficial que los políticos tienen a su disposición es visto como un gesto populista y demagógico.

He seguido desde las últimas elecciones el acoso implacable al que cierta prensa viene sometiendo a los alcaldes y concejales de los nuevos partidos o grupos de izquierda y me pregunto por qué ese control, que llega a extremos absurdos, no se ejerció en el pasado, lo que habría impedido tantos desmanes urbanísticos y evitado tanta corrupción.

Da igual lo que hagan esos representantes de los ciudadanos: da igual que se bajen los sueldos, que vayan en metro al despacho oficial o se queden sin vacaciones. En cualquier caso van a ser criticados por los mismos que poco o nada hicieron antes para evitar esos absurdos despilfarros del dinero público que tienenhoy asfixiados a tantos Ayuntamientos. Aquí parece que algunos no perdonan a quienes alcanzaron el poder legítimamente en las urnas y no están dispuestos a darles siquiera a esos que llaman «extremistas» y «radicales» los cien días de gracia antes de emitir un juicio sobre su gestión.

Y para ello cualquier pretexto, aun el más nimio, es válido. ¡Qué país!