Una marabunta de cientos de miles de inmigrantes se agolpa a las puertas de la Unión Europea con el propósito -a todas luces comprensible- de ingresar en el paraíso o, al menos, huir del infierno. Lo malo es que empieza a no haber sitio para todos.

Tan grande es la cola en Macedonia, en Grecia, en las costas de Italia o en Ceuta y Melilla que la comandante en jefe Ángela Merkel ha calificado este cerco a Europa como un problema mucho más grave que la estabilidad del euro. Los sueños de los africanos que aspiran a entrar son las pesadillas de los gobernantes europeos.

Unos llegan apremiados por el hambre y los otros escapando de las guerras de África que desaguan a sus víctimas en Europa, como si se tratase de una tardía e involuntaria venganza aplazada desde los tiempos del colonialismo. Y no existen alambradas que alcancen a frenar la desesperación.

Los británicos, acostumbrados a tomarse los dramas con humor, idearon tiempo atrás una campaña de disuasión bajo el lema: «No vengan al Reino Unido: aquí llueve mucho». Invitados a aportar ideas, los lectores de la prensa londinense sugirieron otros eslóganes tales que «Hay poco trabajo y pagamos poco» o «El 70 por ciento del año, el cielo está cubierto en Gran Bretaña». A esas advertencias de orden laboral y climatológico añadirían aun el aviso de que «el Reino Unido está lleno», agregando a continuación que está repleto de «obispos, borrachos, políticos corruptos, recortes, abejas asesinas y niños feroces».

Sobra decir que ninguna de estas astutas ironías melló el ánimo de quienes aspiran a encontrar un empleo en tierras de la pérfida Albión o en cualquier otro país de la rica Europa. Bien al contrario, las guerras de Siria y Libia agrandaron aún más el flujo de desposeídos de la Tierra que intentan entrar a cualquier precio -incluso el de la vida- en el edén de la Unión Europea. Aunque el clima sea peor y el continente gaste fama de aburrido.

Asombra un poco la atracción que Europa ejerce sobre las multitudes del Tercer Mundo. Los países de la UE son, a fin de cuentas, el paradigma de eso que se ha dado en llamar neoliberalismo, por más que sus sistemas de protección social y sanitaria inviten a calificarlos en realidad de socialdemócratas. Bastaría con que los dirigentes de Syriza, Podemos o el Frente Nacional advirtiesen a los inmigrantes de que los países con los que sueñan están sometidos a la dictadura neoliberal de los mercados. Una vez avisados de las graves desigualdades sociales que provoca el sistema, por no hablar ya de los desahucios y el cuantioso paro de España, lo lógico sería que se diesen la vuelta para buscar refugio en la riquísima Arabia Saudí, un suponer. Lejos de hacerlo, siguen jugándose la vida para entrar en este paraíso que tal vez les hayan vendido con engaños.

Se da así la paradoja de que algunos -incluso muchos- ciudadanos de Europa empiecen a votar a partidos neocomunistas o neofascistas que luchan por la abolición del actual sistema, mientras cientos de miles de inmigrantes hacen cola para entrar al disfrute de sus injusticias.

Será que nadie está contento con lo suyo, aunque también pudiera ocurrir que en Europa no se viva tan mal -por comparación- como sostienen los nuevos políticos insurgentes de tanto éxito por aquí. Habrá que preguntar su opinión a las muchedumbres que se apiñan en las fronteras de este dudoso edén.