La hache es un grafema sin representación sonora, o sea, un grafema huérfano de fonema; un grafema single, para los cool-más-divinos-de-la-muerte. Nuestra hache es un derroche de igualdad y de empatía y no discrimina a los sordos. Nuestra hache, la hablada, suena igual que las banderas facundas y parleras que se usan en la mar, que suenan a silencio. Nuestra hache, en situación de peligro, colabora, por eso en Morse hace una excepción y suena, extendida, repetitiva, como queriendo robarle su oficio a los puntos suspensivos: punto, punto, punto, punto.

Nuestra hache hablada es sencilla y discreta. Nuestra hache escrita vive emboscada, cautelosa, al acecho de todos los cálamos. Y no hace distingos. Y tanto vigila al cálamo aprendiz del infante primerizo, como al corrector de Word, que miente como un bellaco cuando dice saberlo todo sobre la hache española. El ardor guerrero de nuestra hache no tiene límite...

Nuestra hache es el refinamiento hecho letra: lo mismo está ahí, fija, entre la a y la i, que desaparece de hueco para que la oquedad pueda ser, y de huevo para que lo oval sea posible, y de hueso para que lo óseo vea la luz, y de huérfano para que la orfandad comparezca. Nuestra hache siempre impone su ley. A veces hasta aparece y desparece, como el Guadiana, demostrando que para ella no es igual lo que yo huelo, que lo que nosotros olemos y lo que ellos huelen.

La hache es una letra alfa, aunque a veces dé permiso a la ge y a la i griega para que pongan sonido donde ella no lo pone. Y, así, la ge hace a lo huero, güero, y la i griega hace a la hierba, yerba, y a la hiedra, yedra...

La hache siempre bebió los vientos por la ce, que es una letra canalla que la empuja a salir de su silencioso claustro virginal, y le llena la boca de cha, che, chi, cho, chu, y la hace pecar cada vez que se tropiezan. Durante siglos la ce y la hache mantuvieron una relación pecaminosa, pero ya no; ahora son un matrimonio feliz; y aunque siguen guardando sus nombres de solteras cuando actúan por separado, cuando actúan juntas son las orgullosas señoras del dígrafo che; y da gusto escucharlas, porque diríase que ambas tienen la boca hecha agua permanentemente.

Las letras de nuestro abecedario, más que en consonantes y vocales, se dividen en las unas y las otras, que es un agrupamiento de rango superior. Consecutivamente, las unas se llevan bien con las unas y las otras con las otras, como nosotros los humanos. Pero la hache no, nuestra sigilosa hache no se atiene a normas ni a gaitas. Nuestra hache va por libre. Así, cuando corresponde, a algunos unos los declara hunos y a algunos otros, también. La hache es filosofía en estado puro. Nótese que, aun siendo una letra más muda que las piedras, interviene para descubrirnos que además de unos hay hunos, y que estos habitan tanto en el grupo de los unos como en el grupo de los otros, es decir, que entre los unos hay hunos y entre los otros también. O dicho de otra forma: ¡que atilas hay en todos sitios, tú...!

Una mirada ponderada a nuestra recién finiquitada feria, por ejemplo, demuestra que tantos atilas hay en la tribu de restauradores/as, como en la tribu de ediles/as, como en la más nutrida de consumidores/as de feria. En el fondo es como si la hache nos dijera, ¡eh, tú, atila, que tanto azote de Dios somos los hunos como los otros hunos, ¿vale...?! Y digo yo: si lo que buscamos es el sentido común presidido por la calidad, sea y sépase; y si lo que buscamos es el sentido común presidido por la cantidad, sea y sépase también, pero no seamos atilas y pretendamos la excelencia por ambos principios a la vez, que eso es quimera.

Nuestra feria está siguiendo a pie juntillas el mismo mal razonamiento que hace más de medio siglo nos indujo a pensar-en-turístico-a-nuestra-forma; y, ojito, que es la estela de aquella forma de pensar (que tiene forma de ombligo) la que mantiene a nuestra primera industria sujeta con alfileres de mal pronóstico a largo plazo.

Y los atilas, ahí seguimos, erre que erre, con la hache prendida en el ojal de la entelequia oportunista...