Lo bueno que tiene el lenguaje es esa extraña facultad para decirse a sí mismo. Eso, a estas alturas de verano, alivia muchísimo. Los que, a falta de mejores oficios, no hacemos otra cosa que menudear con la palabra recibimos una especie de bendición con esa disciplina neutra y a trompicones que es la metaligüística; de lo que no se puede hablar es mejor cerrar la boca, decía Wittgenstein, pero entonces no existiría el periodismo. Decir sobre decir es tan ridículo y en el fondo tan hermoso como tocar el balón en un estadio irremediablemente lleno o vacío. Nunca se sabe qué va a suceder al paso siguiente. Y probablemente ni siquiera importe. Con la feria y hasta el calor agotado, lo metalingüísico nos mantiene altivos con su grandeza y su beligerancia de pobre; es como un subproducto para idiotas de la metafísica. Creo sinceramente que nunca irá nada bien en esta ciudad hasta que alguien no se suba con el alcalde a la noria vestido de presentador y le pregunte por su matrimonio. La noria, al fin y al cabo, es una araña excesiva. Suponemos que a la Autoridad Portuaria no le quedaba otro remedio que darle al hormigón; tan apesadumbrado iría Paulino Plata después de que sus técnicos detectaran la necesidad de construirla. Málaga, que tiene de todo, incluso mierda y concejales infradotados para la conversación y el aseo en el arte de hablar en público, no podría permitirse más tiempo sin tener una. Otro lugar más para que se entretenga ese turismo de calidad que se busca con programaciones tan sofisticadas como la feria. Ahora que está tan de moda la estadística, qué menos que buscar la dicha. Mi margen de error es necesariamente pobre, pero estoy convencido de que el cuarenta por ciento de los turistas menores de cincuenta años que vienen a la feria es para ponerse un pene de plástico en la cabeza y celebrar la vecindad de la boda de un amigo. El resto, seamos serios, practica o hubiera practicado el balconing. Ya que todo se justifica por la hostelería, allá va una propuesta: celebren una feria cada dos semanas. No se corten. Sería igual de arbitrario y vacío de contenido. Y de paso quizá descubriríamos de una vez por todas si beber en la calle es botellón o una manera extranjerizante de concebir el endecasílabo. Merece la pena decirlo.