Se nos va agosto, el mes de las ferias por excelencia, y, miren ustedes, a mis 75 julios cumplidos aún no he visitado ninguna. ¿Raro?

Sí, es muy extraño, pero el exceso de ruido me pone muy malita y siguiendo el consejo de mi anciana madre: «Si te puedes evitar un disgusto, no lo dudes, evítalo. No merece la pena sufrir por tonterías cuando la vida diaria nos surte, con creces, de penas, disgustos y de enfermedades inesperadas».

Y si ella lo decía era porque sufrió todos los baches de salud posibles, pero aguantó hasta los 104 años sin dejar de leer su novela de «la semana». Un ejemplo para muchos jóvenes a los que les cuesta tanto ojear un libro.

Lo dice una exbibliotecaria. Les extrañará que no diga «Y ex arqueóloga». ¿Saben por qué? Sencillo, muy sencillo: El que quiere y disfruta con la arqueología, lo seguirá haciendo mientras viva, aunque, por edad, ya no pueda patear los montes y los lugares que siglos atrás pisaron nuestros antepasados.

Despanzurrar un terrón de la tierra de nuestros ancestros es como darle la mano a un antiguo amigo que vivió muchos, muchísimos siglos atrás.

Todo un placer reservado a los elegidos, porque arqueólogo no es el que dice serlo, si no aquel que disfruta con ello, el que se agacha mil veces cuando camina por el monte para coger un trocito de cerámica y luego sonreirá y murmurará: «Estoy perdiendo habilidades porque este plato se debió estar usando hasta hace tres días».

El martes he planificado visitar el centro de la ciudad porque, si dejo pasar más tiempo, ya no lo reconocería. Cuando una se hace a las distancias cortas se le pone cuesta arriba hasta ir más allá del puente del Arroyo de los Jaboneros.

¡Cosas de la edad!