Érase una noria a una ciudad pegada. Una ciudad superlativa pero dormida. Amuermada por el calor, agosto, la resaca de feria y la inactividad política. Niños que exigen a sus padres que los monten en la noria, parejas que se morrean o masturban en sus cabinas donde sólo alcanzaría a mirarlos Dios pero no los contempla ni Cristo. Grande júbilio por una noria que alegra el paisaje pero no es suficiente para hacerlo londinense. Setenta metros. Tal vez treinta más que una feria de pueblo. Quizás treinta menos que un hito digno de postal. La noria nos hace abrir la boca al contemplarla por primera vez. Nos provoca un bostezo al tercer titular. Algunos han recibido mejor a la noria que al Cautivo. Desde cierta perspectiva pareciera que va a guantear a la Equitativa y destruirla, achatarla, tirarla abajo. Hemos pasado de contar la experiencia de un conductor que transita una nueva autovía o la del viajero que llega a una pulida terminal aeroportuaria a narrar qué siente un nota al montarse en una noria. Pero así son ahora las infraestructuras y las escasas inversiones. Es el verano y así somos los periódicos de verano y los gustos, tal vez, del lector de verano. No infiera el ídem que no nos interesa esa experiencia noril o norial o noriente ni la juzgamos menor. En estos momentos tal vez una pareja sin experiencias, sin futuro y con el lastre del pasado agujereando el mantel del almuerzo planea una excursión a la ciudad para montar en la noria. La promesa de una perspectiva inédita no debería proporcionárnosla una noria. No se confunda: tampoco el Gobierno. Nosotros mismos, quizás. O una agencia de viajes. O una persona querida. Tal vez un libro de Borges o la posibilidad de un whisky con un compañero de instituto. El debate actual que puebla los cafés es ¿te vas a montar o no? Pesa a la contra el precio: once trompos, cantidad holgada para dos paquetes de rubio, nueve infusiones o un par de pelotazos en la terraza de un hotel con igual o mejores vistas. No debería ser paradójico que el precio de la noria fuese alto. Venden altura pero deberían vender experiencia. La noria empalma a los fotógrafos, aligera a los miopes, trastabilla a los tacaños, desvía la vista de conductores. Da vueltas como el debate en torno a ella. Ha llegado la noria como a otras ciudades hace siglos llegaba un señorón feudal objeto de ditirambos, críticas, epitalamios, elogios o diatribas. Por algún momento todo giró en pos de la noria, que es un girar redudante dado que la noria gira, lo cual («la noria gira») debería ser tenido también como frase redundante. Una noria parada compite en tristeza con un tren sin marcha o una estación de autobuses en domingo. Suban y alégrense. Total, estamos programados para no dejar de girar.