El padre de la China moderna, Deng Xiao Ping, creó un modelo de estado basado en tres principios: una dirección colectiva que evitara que el país volviera a caer en manos de un déspota como Mao; la política de ´un país con dos sistemas´: pragmatismo liberal en la economía sintetizada en la famosa frase «gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones», y totalitarismo político con la dictadura del Partido Comunista; y guante de terciopelo en las relaciones internacionales para no distraer del esfuerzo de reconstrucción nacional y para no levantar suspicacias en los vecinos o tensiones con otras potencias. Fue un éxito tan grande que China, con 1350 millones de habitantes, se ha convertido en la segunda economía del planeta y representa el 15% del PIB mundial. Por el camino ha suprimido sin miramientos las aspiraciones de los «indignados» de Tianamen (por miedo a que las protestas se desbordaran y el régimen acabara como el de la Unión Soviética), y ha intervenido repetidamente en la economía para evitar las sacudidas sufridas por Europa y los EE UU durante la reciente crisis financiera mundial (demostrando también así su aislamiento), mientras su descomunal consumo hacía subir los precios de las materias primas y llevaba la bonanza a mercados exportadores del tercer mundo. Pero al mismo tiempo el rápido crecimiento ha llevado a una desmesurada expansión del crédito (90% del PNB entre 2008 y 2014), sus intervenciones para proteger las inversiones que necesitaba han acabado distorsionando los mercados, y el desarrollo ha producido fuertes desequilibrios regionales y entre el campo y la ciudad, mientras se mantenía un partido comunista anquilosado con sus secuelas de privilegios, corrupción rampante (como muestra el reciente accidente de Tianjin), e ineficacia económica al conservar por intereses caciquiles industrias pesadas tan gigantescas como innecesarias, mientras se exacerbaban las diferencias sociales en lugar de reducirlas. Hoy hay más millonarios en el Parlamento chino que en el Congreso norteamericano. Si Hamlet anduviera por aquí diría que donde hoy huele a podrido es en China.

El rápido crecimiento de dos dígitos de PIB anuales durante los últimos veinte años se ha acabado (tres puntos del PIB eran por inversiones en infraestructuras ya construidas, tres eran por exportaciones que han disminuido un 7% este año, y 1 por construcción de viviendas ya hechas) y este año China ´solo´ crecerá al 7% y todo esto se ha traducido en un calentamiento excesivo de la economía y en la formación de burbujas en la construcción y en el ámbito financiero. Como ha escrito Christopher Balding, hoy los chinos se enfrentan a una reestructuración forzosa de 540.000 millones de euros de deuda mientras tratan de evitar que les estalle la burbuja inmobiliaria. En esta tesitura las autoridades han intervenido para evitar el desplome de la Bolsa y luego han devaluado el yuan, lo que ha provocado nervios y desplomes generalizados en todas las bolsas. La desconfianza y los nervios han ganado la partida pese a que la devaluación china no carece de lógica pues la vinculación del yuan con el dólar había hecho que perdiera competitividad en mercados de exportación tan importantes como Japón y Europa (el yen se ha devaluado un 30% respecto del dólar y el euro lo ha hecho en un 20% en los dos últimos años) y no podía seguir así con una perspectiva de bajada de los tipos de interés por la Reserva Federal americana.

Pero la economía china es la segunda del planeta y las repercusiones de lo que allí ocurre son globales y afectan en especial a los países en África y América Latina que producían las materias primas que la desaceleración económica china dejará ahora de demandar y cuyos precios ya han bajado y a las inversiones chinas en el exterior. También rebaja el precio del petróleo, que ya está en sus niveles más bajos de los últimos seis años (46 dólares). Los efectos sobre Rusia (necesita 90 dólares barril para cuadrar sus cuentas), Venezuela, Nigeria y muchos otros países serán sistémicos y pueden acabar afectando a muchos otros con problemas bancarios y todavía no recuperados del crack de 2008.

Esto ocurre cuando una China ensoberbecida ponía en duda las instituciones de gobernanza económica mundial diseñadas en Bretton Woods, se afirmaba con beligerancia en el Mar de China y procuraba pasar de una economía esencialmente basada en el tirón de las exportaciones a otra dominada por el estímulo de la demanda interna, en una transición que nunca es fácil y que tiene precio económico y político. El presidente Xi se enfrenta a discrepancias dentro del partido (hay procesos de corrupción que encubren purgas políticas) y por eso habría cancelado el encuentro anual de Beidaihe, donde los viejos altos cargos, ya jubilados, se reunían para discutir políticas y eso muestra que no quiere críticas, ni siquiera internas.

Pero no le será fácil continuar su crecimiento económico en medio de una desconfianza generalizada, mientras mantiene sellada la olla de presión política con el mantenimiento de una dictadura comunista que impide la participación ciudadana, persigue a disidentes, manipula la moneda, interviene en la economía (sin comprender que eso causa más problemas de los que resuelve) y censura las redes sociales. Porque lo que también muestra esta crisis es que China ya no está aislada como cuando escapó a las turbulencias de 2008 sino integrada en una economía cada vez más globalizada donde el mundo se resfría cuando ella estornuda y que el sistema comunista no es el adecuado para gestionar esta nueva situación.

*Jorge Dezcállar es embajador de España en EEUU