Por increíble que parezca, las elecciones catalanas no se votan en Madrid. Ni las riojanas, por poner otro ejemplo de independentismo tremebundo. Este intolerable desliz constitucional obliga a los partidos a concretar su esfuerzo de seducción en los territorios afectados, al margen de verdades globales. Sin embargo, el PP quiere ganar los comicios catalanes fuera de campo, convertirse en el partido más votado de Cataluña en el exterior. Solo así puede entenderse la sospechosa intervención de ayer contra la archisabida corrupción de Convergència, a cargo de la Guardia Civil y de la fiscalía Anticorrupción con parabienes judiciales irreprochables. El mismo ministro que recibe durante una hora en su despacho al mayor símbolo del desastre económico español, aparte de presunto corrupto de tomo y lomo, encabeza las fuerzas que registran las sedes del partido que gobierna la Generalitat. Democráticamente, aunque Rajoy se haya embarcado en una peligrosísima política de clasificar las elecciones en buenas y malas, según a quién se vote en ellas.

Pese a la vibrante recuperación plasmada en sus propias encuestas, el PP no anda sobrado de noticias electorales favorables. Ahí va una. Los populares ganarían sobradamente las elecciones catalanas, si se celebraran en Madrid. Este dato demoscópico era evidente antes de que funcionarios con dependencia gubernamental se embarcaran ayer en una operación contra el segundo partido más corrupto de España, después del PP. El Gobierno abona así el voto a las opciones independentistas que compiten por la Generalitat. Peor todavía, la sobreactuación a un mes de las elecciones anula la flagrante corrupción de Convergència y su tres por ciento. Alienta una corriente de simpatía hacia un partido acosado por su detestable historial. Crea mártires, el mayor error que puede cometer el poder ejecutivo. ¿Hubiera tenido lugar la intervención de ayer si CDC fuera el socio fiel del PP, como en la primera legislatura de Aznar y sus vicepresidentes Rajoy y Rato? De hecho, los indudables delitos ahora excavados se remontan al aznarismo, cuando quedaban oportunamente impunes.

A través de las fuerzas policiales del catalán Fernández Díaz, el presidente del Gobierno expresó ayer su opinión sobre las elecciones catalanas, en las que su ejecutivo acaba de votar por correo. El partido con más altos cargos encarcelados de la historia de España, a quienes tranquiliza desde La Moncloa y desde el ministerio del Interior, debería ser especialmente escrupuloso con los formalismos de una contienda electoral abierta. La proliferación de escándalos del PP fue precisamente el origen de la propuesta de que se amortiguaran las instrucciones judiciales en vísperas de las urnas. Los populares han exigido directamente a los jueces que se aparquen causas abiertas, alegando la proximidad electoral.

A una semana de que Mas comparezca ante el Parlament en un acto electoral, Rajoy ha montado su propia Diada. La gravedad de la corrupción exige un respeto, Pujol y sus secuaces no merecían el balón de oxígeno que siempre aporta la desproporción. No faltarán quienes atribuyan el conato de militarización del conflicto catalán a un cálculo astuto, pero suena más a la desesperación aneja al más poderoso de los estados. El de pánico.