Como en un eterno averno. Así se debió sentir Justin Gatlin el pasado sábado después de la carrera de los 200 metros lisos que acababa de perder contra el hombre más rápido sobre la faz de la tierra. En aquel nido de pájaro, así es como se le conoce al Estadio Nacional de Beijing por su estructura de hierros entrelazados que bien recuerdan a una corona de espinas puesta indecorosamente en mitad de una megalópolis contaminada, nadie quiso ni tan siquiera hacerse una foto con el corredor norteamericano. A pesar de celebrarse el Mundial de Atletismo en China, un país acostumbrado a eunucos adiestrados en el culto al líder, Gatlin parecía la persona más solitaria del mundo, después de reaparecer de las dos sanciones que le habían apartado del tartán por el consumo abusivo de testosterona. «Para ser el más viejo de todos, sigo siendo bastante rápido», espetó quien para muchos es el mal personificado del atletismo por, precisamente eso, haber alimentado sus medallas y sus triunfos a través de una aguja.

Nada que ver con lo de Usain Bolt. Después de convertirse ya en el atleta más condecorado de la historia, al superar con sus diez medallas al mítico Carl Lewis y para el deleite del público chino, se mostró como un hombre cercano. Alguien dispuesto a dejarse tocar por las masas. Un selfie por aquí, una broma por allá. Al final, seguramente, había más personas con una foto de Bolt que gente que no la tenía. Hasta fue embestido por un cámara subido a un segway. Hasta ahora, la única persona capaz de derrumbar a Bolt. Tampoco este accidente, fue capaz de borrarle la sonrisa. «Es un encargo pagado por Gatlin», vaciló.

Lo había hecho de nuevo. Como ya lo había hecho en la final de los 100 metros. Usain Bolt y sus 41 pasos. ¿Es posible que el ser humano recorra 100 metros con el cronómetro parando por debajo de los 9,60 segundos? Hasta el Mundial de Berlín de 2009 parecía imposible... hasta que llegó el rayo espigado de Jamaica para detener el tiempo en 9,58 segundos. ¡¡9.58!!

Al igual que entonces, Bolt aún no había finalizado su vuelta de honor, cuando ya emergían las voces discordantes de millones de jinetes de sofá, exclamando su derecho a no ser tomados por idiotas por un farsante que mide casi dos metros y que afirma estar en conflicto con el arduo hábito de entrenar. Un récord mundial no se rompe a base de nuggets de pollo, raíces de yam y bailando un poco de raggaee. Así fue en China este fin de semana y así sucedió también, cuando Bolt rebajó el récord mundial en más de una décima. Ningún ser humano podría correr los 100 metros por debajo de los 9,60 segundos sin que se astillaran los huesos y se rompieran los músculos llegó a afirmar un conciliábulo de expertos en biomecánica. Bolt, sin embargo, parece estar sano y alegre.

¿Cómo afrontar, entonces, semejante proeza sin caer en esa abigarrada regla de tres sobre la edad dorada del dopaje que ya maneja cualquier profano hasta de noche y durmiendo? Total, si, hasta el momento, uno de cada dos corredores de 100 metros había sido pillado con la hemoglobina por las nubes. Y Bolt es más rápido que todos ellos. ¿Cómo puede ser que esté limpio?

El caso es que millones de espectadores delante de los televisores están dispuestos a contemplar sus 41 pasos hacia otra dimensión. Con la misma perfección con la que Bolt domina la velocidad, el público se ha adueñado de esa dialéctica que parece ser la postura universal adoptada ante el deporte de élite: ya nadie cree al héroe pero, aun así, se le sigue idolatrando.

Bolt, además de ponerle cara al roce invisible de la gloria sirve, también, para descubrirnos la existencia de ese afán indomable por el autoengaño que tan innato es al ser humano. Lo hace a través de la carrera, ese hábito profundamente natural pero que tanto nos diferencia del resto de especies. Cuando un nadador rompe un récord mundial todo parece técnico y distante. Frío, como el tacto de sus húmedos trajes de baño. Sin embargo, correr es algo que todo el mundo domina y entiende. Por ello, el cuerpo de Bolt, idolatrado y escudriñado hasta el último milímetro, se convierte en la alegoría de lo que es capaz de hacer el ser humano. Al final, las carreras de Bolt funcionan como una obra de arte, en cuya recepción el individuo discurre delante del televisor la vida que le es imposible como si fuera la suya propia. Tan anhelada como infinitamente lejana. Decía Thibou, que la idolatría acababa siempre por destruir al ídolo. Gatlin se sintió solo en el país más poblado del mundo porque todos querían ser como Usain Bolt.