Más conservador que nunca -si eso es posible-, Mariano Rajoy acaba de sugerir a los españoles que lo mejor que puede pasarles es que todo siga como está. Lo que incluye su continuidad en la presidencia del Gobierno, naturalmente.

El castillo de Soutomaior desde el que habló a sus fieles para abrir la carrera a las elecciones de fin de año es toda una declaración estética de intenciones. Atrincherado entre las almenas tras los pobres resultados que obtuvo en las municipales, el partido conservador quiere lanzarse ahora al ataque.

Sus armas son la mejora del PIB, la rebaja del paro, el aumento del consumo y, en general, el uso de la artillería económica para batir las posiciones del enemigo. La más importante, sin embargo, es de orden psicológico. Consiste en apelar a la médula conservadora del votante con la advertencia de que un cambio de rumbo en el gobierno llevaría al país a encallar en las costas de Grecia e incluso en las de Venezuela.

Tal estrategia no es nueva en absoluto. El general De Gaulle, por ejemplo, gobernaba bajo el principio de que él era la representación del orden frente al caos en el que inevitablemente sumirían a Francia sus adversarios.

El truco le funcionó durante casi toda su vida política, si bien es cierto que acabaría por fallarle cuando los sucesos de mayo del 68 le tentaron a lanzar su último órdago. Entre De Gaulle y el caos, los franceses se inclinaron en referéndum por la segunda opción, jubilando así al estadista que tanto había abusado de la fórmula.

Rajoy no llegó aún tan lejos, pero se ve que confía en que el griego Tsipras le haya hecho la mitad de la campaña. El desastroso saldo de la gestión de Syriza en el Gobierno de Atenas le sirve, efectivamente, como argumento para recordar que lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible a quienes pudieran estar tentados por Podemos. Y las alianzas tejidas por los syrizos españoles con los socialdemócratas del PSOE tras las últimas municipales y autonómicas le son igualmente útiles para agitar la tarasca de un Frente Popular.

Frente a esa supuesta amenaza de caos, Rajoy presenta sus credenciales de hombre de orden y apela con ellas al conservador que todo español lleva dentro. En situaciones como esta, los liberales suelen optar por fórmulas de mayor sutileza, como la de Tancredi, el sobrino del príncipe Salina, cuando aconsejaba a su tío el Gatopardo: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».

Menos dado a modernidades que aquel joven garibaldino, Rajoy confía -como algunos de sus ministros- en el alto auxilio de la Virgen. Al igual que el peregrino a Lourdes en silla de ruedas que tras perder los frenos imploraba: «¡Virgencita, Virgencita: que me quede como estoy!», el presidente sugiere a sus eventuales votantes que es preferible lo ya conocido a los sustos que pudiera traer el cambio.

Está por ver si esta combinación de miedo y buenos datos económicos le da resultado a Rajoy o si, por el contrario, los españoles guardan aún memoria rencorosa de las afrentas que les infligió al bolsillo. En apariencia, lo tiene crudo; pero tampoco conviene olvidar que el todavía presidente sobrevivió a la caída de un helicóptero, a dos derrotas electorales y a un montón de conjuras internas en su partido. Y hasta ahora, Virgencita, se ha quedado como estaba.