Nos pasamos la vida limpiando (ventanas, bañeras, platos, suelos, vestidos) sin caer en la cuenta de que ese acto físico tiene también consecuencias espirituales: quien limpia algo se limpia a sí mismo, se purifica, se libra de sus imperfecciones, pone dentro de una bolsa de basura aquello que le perjudica o le niega. Limpiar es importante porque airea y desinfecta los rincones del alma tanto como los de una casa o los de un cuerpo. Una forma de meditar que sirve para ser mejor lo que se es.

Muchas pueblos africanos se entregan periódicamente (cuando comienza un año nuevo y en otros momentos relevantes) a una limpieza a fondo de sus poblados: barren hasta el último rincón, recogen las inmundicias acumuladas, apisonan la tierra de sus calles, lustran sus cacharros de cocina, orean las telas y sacuden sus esterillas. Esa limpieza ritual del territorio común y de los objetos de uso cotidiano no es para ellos importante en sí misma, aunque también, sino por los efectos higiénicos que tiene sobre el alma de cada cual y sobre el alma colectiva. Al quemar desperdicios o lavar ollas renegridas o retirar telarañas y nidos de avispas están haciendo todo eso y, además, eliminando sentimientos negativos, tachando ideas negras, espantando todo aquellos que les entristece o que les divide. Limpiar es, para ellos, un acto de carácter casi sagrado porque sin él sería imposible la felicidad individual y la cohesión del grupo, dos requisitos imprescindibles para que la aldea resista los embates del paso del tiempo, pueda proveerse de alimentos, sea protegida por sus dioses y se enfrente con garantías de éxito al ataque de sus enemigos.

Cuando nosotros nos concentramos en las alegrías, y en los esfuerzos, del verbo limpiar hacemos algo parecido aunque no reparemos en ello: al limpiar lo de fuera (la copa, el jersey, el azulejo, el grifo, la estantería, la lámpara; las escamas de un pescado, las ramas de un árbol, las legumbres) limpiamos lo de dentro, esa red de sentimientos, emociones, pensamientos y proyectos que dibujan nuestra vida. La fregona, el paño, el estropajo, el jabón, la cera, el agua o el detergente actúan sobre las distintas superficies a las que son aplicados y, como maestros invisibles que son, también sobre las insondables profundidades de quienes los usan. Esta es una de las lecciones más importantes sobre los misterios de la trascendencia (la del amor, la de lo otro, la del espíritu, la de la verdad) que nos dan las actividades aparentemente intrascendentes de la vida cotidiana. Porque limpiamos, siempre, para despejar el camino que nos separa de nosotros mismos, para ser nuestro yo más saludable.

Esas aldeas africanas de las que hablábamos al principio ponen en práctica de manera sencilla y natural algo que nosotros, en nuestras sociedades sofisticadas y poshistóricas, hemos olvidado o estamos a punto de hacer: el poder catártico y revelador que tiene el hecho de limpiar a fondo algo. Por eso, si somos capaces de transformar esa obligación, no siempre encarada con buen ánimo, en una especie de ritual profano de auto-regeneración, habremos conseguido, además de una casa más limpia y presentable, una visión y una vivencia de los asuntos del mundo también más limpios y verdaderos. Sin olvidar, claro, que un exceso en esta actividad tampoco es deseable: los que se obsesionan con la limpieza acaban siendo víctimas de ella y, en vez de aprender mientras restriegan o pulen, se ciegan a sí mismos y se pierden en un laberinto de destellos sin finalidad y de impurezas que solo están en su imaginación.