Se acerca una tormenta y los nubarrones avanzan muy deprisa. Es lo habitual a comienzos de septiembre, cuando se presenta la gota fría y nunca faltan las grandes trombas de agua ni las inundaciones. Veo gente que se apresura por la calle y niños que corren gritando de júbilo (para ellos, las tormentas siempre son un motivo de alegría, al menos cuando empiezan). Pero no sé si ahora mismo estamos para muchas alegrías. Si lo pensamos bien, estamos viviendo en unas condiciones que no son muy propicias para el optimismo. Es cierto que la economía va un poco mejor -o eso dicen-, pero la mutación social que estamos viviendo no deja de avanzar y de ponerlo todo patas arriba. La robotización está poniendo en peligro miles y miles de puestos de trabajo -y la pervivencia de la clase media depende de muchos de esos trabajos-, y además internet ha destruido cientos de negocios tradicionales en forma de locales y oficinas que permitían una vida decente a mucha gente. Y cualquiera que tenga amigos o hijos jóvenes trabajando ahora, sabe que el trabajo remunerado que se crea es precario y de mala calidad y apenas da para llevar una vida desahogada a la persona que lo tiene (que encima está obligada a creerse muy afortunada por tenerlo, lo que en teoría, según los amos del tinglado, debería impedirle protestar o quejarse). Sí, hay muchos nubarrones acercándose a nosotros.

Y a todo esto hay que añadir la constante presión migratoria que vamos a sufrir durante los próximos años, a la que no se sabe muy bien cómo vamos a hacer frente porque exigirá grandes cantidades de recursos públicos y de paciencia y de comprensión. Porque es muy difícil que alguien quiera vivir en países destrozados por la guerra y por la crisis económica, como Siria e Irak y Yemen -pero también Libia y Egipto-, si esa persona tiene una esperanza, por remota que sea, de encontrar una casa y un trabajo en Europa. Y para rematarlo todo, el yihadismo va a ponernos las cosas muy difíciles en los próximos tiempos, aunque en nuestro país no seamos muy conscientes de la amenaza y prefiramos vivir como si eso no fuera con nosotros. Y en este sentido, es curioso que las series de televisión, como Los nuestros o El príncipe, hayan abierto los ojos a mucha gente que hasta ahora prefería pensar que los atentados del 11-M, por ejemplo, se debieron casi por completo a la «locura genocida de Aznar», como todavía se puede leer en muchos sitios. Y aun así, hay una gran parte de la población que no es capaz de percibir el problema del yihadismo, o peor aún, que quiere vivir como si ese problema no existiera en absoluto. Es decir, que Europa vive bajo unos nubarrones que amenazan con hacerse permanentes. Y nosotros, por fortuna, también somos Europa.

Y una de las cosas que más miedo da en esta situación es la escasa capacidad de los políticos para tomar decisiones que puedan ser incómodas o impopulares. Si quitamos a Angela Merkel, que ha aceptado a un cupo de refugiados inimaginable en otros países de Europa -¿quién la llamará ahora nazi y austericida?-, los demás políticos europeos están adoptando la técnica del avestruz, cuando no están jugando con fuego -como el húngaro Orban- al alimentar un discurso xenófobo y violento que a la larga puede ser muy peligroso. Porque es muy posible que todos los que ahora mismo gritan «¡Que hagan algo por los refugiados!», sean los mismos que dentro de diez meses chillen como energúmenos nazis si un sábado por la mañana van a jugar el partido de futbito al polideportivo y se lo encuentran ocupado por un grupo de refugiados sirios a los que ha habido que alojar allí. Y es que la gente grita «Que hagan algo», pero siempre se trata de los demás, o del Estado, o las administraciones, sólo unas pocas personas decentes -y benditas sean- se atreve a ofrecer su casa para alojar a esos refugiados. Y repito: ése es el problema. Y mientras las cosas sigan así, no se irán los nubarrones durante mucho, mucho tiempo.

Y una última reflexión: en estos tiempos hace falta gobernar con coraje y con determinación, y hay que decir lo que uno piensa, y no vale escudarse en una hipotética decisión popular para revelar las ideas que uno tiene. Un político verdadero debe decir lo que piensa de la independencia catalana, o de la consulta soberanista, o de la acogida de refugiados, sin escurrir el bulto con declaraciones huecas del tipo «haré lo que decidan los ciudadanos» o «yo quiero lo que el pueblo quiera». Porque esto, siento decirlo, es una tomadura de pelo de proporciones gigantescas. Si usted, señor político, no tiene una idea propia sobre estas cuestiones, más vale que se retire de la política ahora mismo y se dedique a otra cosa. A la meteorología, por ejemplo.