Ha sido algo casi repentino: Europa ha desarrollado una corriente de empatía y solidaridad hacia la situación de las personas refugiadas que intentan acceder a países que garantizan plenamente el asilo. El problema estaba latente desde hace tiempo, pero algo ha hecho saltar esta corriente positiva: probablemente las duras imágenes que hemos podido ver en los últimos días en nuestras pantallas. Unos días en los que la sociedad civil, ONG, colectivos profesionales e instituciones públicas y privadas se han planteado iniciativas -más o menos realistas, más o menos simbólicas- con la idea de ayudar a quienes se encuentran desamparados y arriesgan sus vidas para escapar de la barbarie.

Existen fotografías icónicas que han hecho, a lo largo de la Historia, que tanto la clase política como la ciudadanía despierten sus adormecidas conciencias, sacudidas por el poder y la violencia de ciertas imágenes brutales. Pero no es menos cierto que la barrera que separa la información del morbo y el amarillismo es a veces demasiado sutil y que, hoy en día, el efecto multiplicador de las redes sociales puede convertir lo que es un terrible drama humano en la última novedad mediática de usar y tirar, en un trending topic efímero, como tantos otros. Y es inevitable preguntarse qué ocurrirá cuando este tipo de informaciones dejen de copar los titulares en las noticias, qué imágenes volverán a despertar nuestro dolor, nuestra indignación. Y qué hará falta para que reaccionemos y ofrezcamos nuestra ayuda activa para paliar el sufrimiento de quienes se ven obligados a emprender estos desplazamientos forzosos.

Hay un aspecto aún más preocupante que estamos advirtiendo, como es la distinción -nada inocente- que se está haciendo entre inmigrantes y refugiados. En los medios de comunicación, las redes sociales e incluso en algunas campañas de promoción de la solidaridad con los exiliados están apareciendo muchas voces que insisten en diferenciar a las personas refugiadas de los demás inmigrantes, justificando las muestras de apoyo con los primeros por el hecho de que huyen de situaciones de emergencia, que no tienen la intención de quedarse en Europa y que no vienen atraídos por el estado de bienestar. Es evidente que las características de vulnerabilidad y riesgo de quienes sufren persecución (no sólo en situaciones de guerra, sino también por cuestiones étnicas, religiosas, o de orientación sexual) les hacen acreedores de una protección especial, pero ello jamás puede ir en detrimento de los derechos de aquellas personas que buscan para sí mismas y para sus familias un futuro mejor. Los llamados «inmigrantes económicos» no abandonan sus países de origen por gusto. Ni con la idea de vivir de recursos públicos, usurpar puestos de trabajo. Lo hacen para acceder a un nivel de vida digno que les aleje de la pobreza, la miseria y la falta de expectativas de futuro. Así de sencillo.

No es casualidad que esta distinción aparezca en una Europa cuyas políticas migratorias tienden a no reconocer el derecho a migrar: políticas que se niegan a permitir la regularización de personas indocumentadas que no sean solicitantes de asilo, condenándolas a vivir en la clandestinidad, bajo la constante amenaza de ser detenidas y expulsadas. Debemos mantenernos alerta para evitar que la obligación de reconocer los derechos de los refugiados constituya la coartada perfecta para recortar (aún más) los derechos de las personas inmigrantes. Es importante recordar que, además del derecho a migrar, también se ve vulnerado el derecho a no hacerlo.

No permitamos que la legítima, ineludible y oportuna preocupación por la situación de las personas refugiadas nos haga olvidar que también tenemos la obligación de reconocer y garantizar los derechos fundamentales de las personas inmigrantes.