La decisión de la Casa Blanca del demócrata Barack Obama de llegar a un acuerdo en materia nuclear con la República Islámica de Irán, otrora parte, junto a Corea del Norte y otros, del Eje del Mal, representa un bienvenido retorno por parte de EEUU a la realpolitik.

Es claramente un triunfo de la razón política sobre la ciega ideología y el fanatismo religioso que en los años de la Guerra Fría sirvieron de útiles armas para combatir a regímenes nacionalistas, progresistas y laicos como el Egipto del coronel Nasser o el Irak y la Siria del partido Baaz.

Como ha señalado el economista e historiador libanés Georges Corm (1), la derrota de los ejércitos árabes por Israel en 1967 combinada con la pujanza de un país teócrata y tan retrógrado como Arabia Saudí gracias a sus inmensas riquezas petroleras y a las finanzas selló la rápida decadencia de las ideologías nacionalistas en el mundo árabe, que tanto habían contribuido, entre otras cosas, a la liberación de la mujer.

Convertido en privilegiado aliado de Estados Unidos, ese país fundado por la casa de Saud en su estrecha alianza con el wahabismo, la rama más fundamentalista e intolerante del islam, se dedicó a exportar su cerrada ideología entre la población musulmana de todo el mundo mediante la construcción y financiación de mezquitas y los movimientos islamistas más extremos.

Estados Unidos, nación al fin y al cabo de creyentes, vio en el renacer religioso, ya fuera suní en sus distintas ramas como el wahabismo, ya fuera chií como en Irán, Irak, el sur del Líbano y otros países, un fuerte antídoto no sólo contra el nacionalismo modernizador sino sobre todo contra los partidos laicos de izquierdas.

Sólo así se explica el apoyo prestado en su momento por Washington al ayatolá Jomeini, que había vivido exiliado en Irak antes de trasladarse a Francia, para desde allí regresar triunfante a Irán, donde logró acabar con lo que aún quedaba del Tudeh, partido prosoviético que a mediados de siglo había desempeñado un importante papel en la nacionalización de la compañía petrolera anglo- iraní durante el gobierno de Mohammad Mossadeqh, que acabó derrocado en un golpe patrocinado por la CIA.

Los dirigentes estadounidenses creyeron seguramente entonces que ayudando a Jomeini, enemigo declarado del Tudeh y otros partidos anti-imperialistas, se estaba apoyando en realidad a un chiismo puritano equivalente en cierto modo al suní wahabita como escudo protector de las corrientes marxistas y ateas, que consideraban más peligrosas para sus intereses.

Sin embargo, como tantas otras veces en la historia reciente, el Gobierno de Estados Unidos hizo el papel de aprendiz de brujo porque, una vez instalados en el poder, los ayatolás de la nueva República se revolvieron contra ellos, convirtiéndose en su más odiado enemigo.

De modo similar, Washington se apoyó en el fundamentalismo sunita de Arabia Saudí y de Pakistán para combatir en Afganistán a otro régimen marxista y laico como era el de Mohamed Nayibulá, al que apoyaba directamente la Unión Soviética. Son los años en los que el presidente Ronald Reagan se refería alegremente a talibanes y otros hoy tan temidos yihadistas como «luchadores de la libertad».

Como señala Corm, el discurso occidental de los últimos años sobre el «islamo-fascismo, el terrorismo y la amenaza nuclear iraní» recuerda otros del siglo pasado como el del complot judeo-masónico o el judeo-bolchevique en los años de la Revolución soviética.

Para ese historiador libanés y francófono, la democracia no puede existir sin el laicismo, eso mismo que en esa región no han dejado de combatir, por el peligro que representaba para sus intereses económicos, Estados Unidos y sus principales aliados europeos como Gran Bretaña al apoyarse en regímenes tan abyectos como el saudí.

Cada vez parece más claro que la democracia no puede imponerse desde fuera, como indican claramente las tragedias ocurridas en Irak, en Libia o también en Siria, sobre todo cuando el discurso occidental de los derechos humanos se utiliza selectivamente, según si el régimen de que se trate defiende o no nuestros intereses económicos.

Para muestra, el silencio frente a las continuas violaciones de los derechos más elementales no sólo en Arabia Saudí y otras monarquías islámicas sino también la aceptación por Washington y los europeos del régimen golpista del mariscal egipcio Al-Sisi como supuesto mal menor. O la tolerancia mostrada para con la ocupación de territorios y otros atropellos por parte de Israel, un Estado étnico y confesional por más que se disfrace de moderna democracia.

(1) Pour une lecture profane del conflits: sur le ´retour du religieux´ dans les conflits contemporains du Moyen-Orient. Ed. La Découverte.