Lo ví en el Washington Post del 4 de septiembre. Era un buen titular. Encabezaba una crónica de Anthony Faiola. Fechada en Berlín. Para el cronista, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ya se había convertido en el Donald Trump europeo. Y en uno de los portavoces, por lo tanto, de la derecha menos civilizada de este lado del Atlántico. Donald Trump sueña con poder blindar un día las fronteras de los Estados Unidos contra los emigrantes, los hispanos y los refugiados. El primer mandatario magiar, Viktor Orbán, ya lo ha conseguido. Con sus flamantes alambradas, afiladas como cuchillas, a lo largo de su frontera con Serbia. Pero no lo tiene fácil Viktor Orbán. Otra formación política, más radical que la suya, le está marcando por su derecha. En su programa político tienen, entre otras novedades, una iniciativa para crear un registro especial para los judíos. Afortunadamente, por el momento es un partido casi irrelevante.

A principios de los años setenta, tuve que viajar con cierta frecuencia y por motivos profesionales a Canadá. Conocí a bastantes húngaros allí. Gente estupenda y emprendedora. Inteligentes, dinámicos y bien adaptados al nuevo mundo. No pocos de ellos llegaron con aquella oleada de los 200.000 refugiados húngaros que huyeron en 1956 de su país, ocupado por los rusos en la posguerra. Fue el año de la malograda Revolución Húngara. En el que los ocupantes soviéticos y sus cómplices locales al final se ensañaron con aquellos patriotas, portadores de la bandera imposible de una revolución romántica en un mundo siniestro. Fue un sangriento y fallido experimento. Para los húngaros el aniversario del levantamiento sigue siendo una fecha importante.

Uno de aquellos antiguos luchadores por la libertad, ahora un prominente ciudadano canadiense, me contó cómo había perdido a sus padres en la otra guerra. Ambos eran profesores de la Universidad Politécnica de Budapest. Fueron asesinados a tiros por los milicianos de la Cruz Flechada. El movimiento fascista húngaro al que Hitler había entregado en la recta final el gobierno de Hungría, ya en los últimos meses de la guerra. Como su líder, Ferenc Szálasi, fueron los de la Cuz Flechada unos fieles servidores del Tercer Reich. Aún más brutales que sus amos alemanes. Parece que mi amigo ya estaba más que cansado de tantos horrores concentrados en tan poco tiempo. Una noche, en el apogeo de la represión soviética, se pasó a Austria. A través de un bosque sembrado de minas. Finalmente pudo emigrar a Canadá. Recordaba su llegada a Montreal. En una calurosa tarde de verano. Tomó algo en la ciudad antigua. Recuerda a los mosquitos y que todo el mundo parecía estar de buen humor. La mayoría hablaba en un francés muy poco parisino. Era obvio que no temían que les oyeran los de la mesa de al lado.

Que yo sepa, nunca regresó a Hungría.