Emociona pensar que hoy, donde nada dura dos semanas y todos se están muriendo muy deprisa, la reina Isabel II haya superado a su tatarabuela Victoria -en términos temporales, un auténtico diplodocus; en términos humanos, mucho más moderna que la imagen con la que ha pasado a la Historia- en días de reinado. Siempre he creído que esto -y otras muchas cosas- Isabel II se lo debe al carácter de su madre, la reina Mary, (y también a la ginebra y las carreras de caballos). Lo que lleva a pensar que la corona británica subsiste y persiste en su esplendor debido a su carácter matriarcal -y luego volveré a lo matriarcal- en tiempos modernos. Sin olvidar -se trata del buque nodriza de todas las monarquías- que también Shakespeare está detrás. Shakespeare o el inventor de lo humano, como lo bautizó Harold Bloom, otra de las grandes inteligencias de nuestro siglo. El XX, digo.

Todo lo tenía, Isabel II, en su contra. Su abuelo el rey Jorge debía de ser un hombre insoportable. A su tío el rey Eduardo -lo que hoy llaman una celebrity vocacional- lo hicieron abdicar por filonazi. Estalló la guerra mundial y Londres, asolado aquí y allá, resistió. Su padre fue un hombre nervioso, rígido y tartamudo (también bondadoso) al que el peso de una corona que no le correspondía, mató demasiado pronto. Ella subió al trono siendo todavía una niña, pero ya había aprendido los peligros que todo eso entrañaba: las consecuencias las había visto en casa. El contrapeso de su madre -vuelvo a la reina consorte Mary, un personaje extraordinario y de gran humanidad- fue esencial en el desarrollo de su propia fortaleza. Casi tanto como Shakespeare y la Historia de Inglaterra, la que arranca con el mito artúrico, quiero decir, y pasa por los Estuardo, la guerra de las Dos Rosas y aquella otra reina, también Isabel de nombre, que anduvo enamorada del duque de Essex y resistió los embates de Felipe II y su Armada. Todo eso -y mucho más- está en la reina Isabel, aunque vista de rosa pálido, lleve sombreros rancios, o pasee por Balmoral a los perros más feos del mundo, es decir, sus queridos corgis. De su inteligencia -que es grande y afilada- quien mejor podría hablar -más que sus primeros ministros y ya es decir- sería su marido, ese apuesto y fatuo pero gracioso metepatas, a quien si no estuviera casado con quien lo está, apenas miraríamos. El misterio del matrimonio, en ellos, alcanza cotas insuperables.

Si hablo de matrimonio es porque ésta es una de las claves principales de cualquier corona. De hecho lo que no pudo la II Guerra Mundial, ni el posterior desmoronamiento del Imperio Británico, ni una hermana triste y un cuñado frívolo, ni el IRA, ni el affaire Blunt, estuvo a punto de conseguirlo el desastroso matrimonio de su hijo Carlos. Me refiero a la pulverización de la monarquía inglesa. Nunca sabremos si otra reina -ú otro rey- lo hubiera resistido. Isabel II lo hizo, mientras observaba cómo la monarquía pasaba de ser un asunto de Estado, a ser un asunto del papel couché y los escandalosos tabloides. Pero al cabo de poco tiempo salió reforzada del cataclismo que había estado a punto de llevársela por delante.

En un matriarcado jamás hay que descartar el largo y sibilino enfrentamiento entre mujeres -otra vez Shakespeare- y la tensión entre la reina y su nuera Diana fue de alto voltaje. Educada en el sacrificio espartano, Isabel II nunca pudo comprender las frustraciones de una joven educada en otros valores, que tenían en su inexistente felicidad matrimonial la base de su escasa estabilidad psicológica. De esa crisis permanente surgiría una mujer distinta -ya más segura, pero también más peligrosa- y fue esa mujer, Lady Di, la única que hizo sombra, tanto viva como muerta, a Isabel de Inglaterra, la misma reina que sin pestañear había nombrado caballeros del reino a los Beatles y a los Rolling Stones. No estamos hablando de un museo de cera. Hablamos de un asunto de familia, que es lo que son -en último extremo- las monarquías. Y que sólo desaparecerán cuando lo haga la institución matrimonial sobre la que se sustentan. No parece que estemos lejos de ello, pero en aquel fatídico momento, la reacción de la reina Isabel fue de las que hubieran salvado al pasaje entero del Titanic.

Si toda corona se sustenta sobre el misterio privado combinado con la exposición pública, el caso de Isabel II representa el equilibrio más refinado entre ambos, en una época donde lo público está aniquilando lo privado con napalm y taquígrafos y a toda velocidad. Ella es nuestra última herencia del siglo XX: larga vida a la reina y que por muchos años más pueda seguir observándonos por encima de las gafas, como una tía lejana y algo displicente, que lo sabe todo de nosotros y aún así continúa sorprendiéndose y sorprendiéndonos.