Cualquiera puede montarse en casa una República Independiente amueblada por los suecos, pero eso no deja de ser una vulgaridad. Tiene mucho mayor mérito la creación de un Principado como el de Sealand, que a punto está de cumplir su primer medio siglo de existencia allá por aguas del Mar del Norte.

Fue a mediados de los años sesenta cuando Roy Bates, un emprendedor pirata de las ondas, ocupó una plataforma marina abandonada para declarar a continuación la independencia de sus 550 metros cuadrados de territorio. Exiguo, pero no por ello menos orgulloso, el nuevo microEstado recibió el nombre de Principado Soberano de Sealand.

Bates se ganó a pulso la posesión de sus dominios, tras hacer frente con disparos de aviso al buque de la Royal Navy enviado por el Gobierno británico a sus aguas territoriales con el propósito de desalojarlo. El príncipe fue conducido ante un tribunal inglés que, sorprendentemente, dijo no tener jurisdicción sobre las aguas internacionales en las que se encuentra la plataforma. Argumento suficiente para que Bates interpretara el fallo como un reconocimiento «de facto» de su recién inventado país.

Animado por este éxito judicial, Bates fundó su propia dinastía y dotó de Constitución, himno y bandera al flamante Principado. Poco después acuñaría el dólar de Sealand como moneda oficial, además de nombrar primer ministro, crear un cuerpo diplomático y, naturalmente, emitir pasaportes con el sello principesco.

Sealand dispone incluso de un equipo nacional de fútbol que ha obtenido prometedores resultados en sus enfrentamientos con las selecciones de Somalilandia, Seborga y Raetia; si bien encajó una severa derrota (8-0) frente a Occitania.

Ninguna potencia grande o minúscula ha querido reconocer al nuevo Estado en sus casi cinco décadas de existencia; pero qué importa eso. Sealand ha demostrado ser una productiva fuente de ingresos para el fundador y su real familia, sin necesidad de recurrir al cobro de un tanto por ciento a cambio de la adjudicación de obras públicas. Bien es verdad que pocas podrían licitarse en un territorio de poco más de medio kilómetro.

Carente de una industria para la que no hay espacio físico, el Principado se financia con la venta de pasaportes, sellos y monedas, de gran demanda estas últimas entre los coleccionistas. A esos productos añadió aún Michael, el ingenioso príncipe heredero de Roy Bates, la concesión de títulos de Lord, Lady, barón y conde, previo pago de unos módicos derechos de expedición. Por 40 euros puede adquirirse uno de Lord; y por 270 la dignidad de conde que otorga el Principado según la oportuna oferta que figura en su página web.

Al astuto Bates acabaría por salirle competencia, para su infortunio. Un grupo de pillos casi tan audaces como él falsificaron en España decenas de miles de pasaportes de Sealand que en algunos casos fueron a parar a gente poco recomendable. La policía española detuvo por estafa a varios delincuentes que se hacían pasar por cónsules, embajadores y hasta ministros del Principado. Gracias a esa operación se supo que la imaginaria embajada de Sealand en España tenía su sede en un bingo.

Toda una historia de fábula, como se ve. Por comparación con el Principado, las repúblicas independientes que nos montan a domicilio resultan de lo más aburridas. Y con mucho menos pedigrí, desde luego.