La demostración de la inocencia, por Antonio Romero Ortega

Sería una ingenuidad que alguien honrado suponga que, su honradez, es una garantía infalible para, por ejemplo, no ir a la cárcel. En absoluto es así. Del mismo modo que hay cuerdos en los manicomios, llamados eufemísticamente «hospitales psiquiátricos». Para que en un juicio nos tomen por culpables siendo inocentes, basta con que nuestros acusadores, con una mezcolanza de maldad y habilidad, consigan convencer a un tribunal de que somos culpables. Lo cual se puede hacer de varias formas, entre las que destaca, el uso de testigos falsos. El hombre, a lo largo de la Historia, ha demostrado que, en muchas ocasiones, se deja engañar por apariencias de verdad más que seguir la verdad a secas. Añádase, además, la envidia que siempre despiertan los mejores entre los peores que, en caso de ser más poderosos que los mejores, se pueden vengar de ellos con falsas acusaciones, cimentadas con muchas y muy estudiadas argucias. A este respecto, habría que considerar como modélico lo que le aconteció al bendito capitán Dreyfus, cuyo único delitó consistió en ser judío.