Si Artur Mas triunfa de aquí a quince días en su soberano empeño, a los catalanes podría sucederles lo mismo que al cosmonauta Serguéi Krikaliov, cuando la desintegración de la URSS en 1991 le pilló de viaje por el espacio. Krikaliov había zarpado de la Tierra como soviético y un año después volvió a su país -que no se había movido de sitio- convertido ya en ruso.

Sin necesidad de viajes interestelares, los vecinos de Cataluña podrían cambiar también de nacionalidad, como le sucedió involuntariamente al astronauta. No es seguro que todos -o siquiera la mayoría- quieran canjear el pasaporte español por el catalán; pero tampoco el pobre Krikaliov pudo decidir personalmente si lo suyo era ser soviético o ruso. Los acontecimientos decidieron por él, como acaso suceda a media Cataluña si la otra media opta por cambiar de estatus y de Estado.

El caso del astronauta que la URSS tenía de guardia en las galaxias cuando el muro de Berlín se vino abajo fue particularmente enojoso. Inmersos como estaban los dirigentes del imperio leninista en gestionar la dispersión de su territorio en decenas de Estados, nadie se acordó del viajero espacial, que siguió dando vueltas alrededor de la Tierra como un tiovivo sin frenos. Hasta que, por fin, algún alma compasiva advirtió la situación y se decidió a bajarlo a su planeta de origen.

Se ignora si Mariano Rajoy tiene un plan B para el caso -ciertamente improbable- de que Mas y sus muchos seguidores apuren hasta el fondo la copa de Soberano. Si tal ocurriese, España podría entrar en un proceso de desintegración similar al que le dio finiquito a la URSS y dejó a Krikaliov vagando por la galaxia.

De acuerdo con la teoría del dominó, la independencia de Cataluña podría arrastrar después al País Vasco, a la Navarra foral, al reino de Valencia, a los archipiélagos de Baleares y Canarias y, en general, a aquellos otros territorios en los que también se dan pujos de soberanía.

El efecto sería, quizá, lo bastante fuerte como para que Andalucía se sumara igualmente al proceso. Aunque los andaluces provean a España de flamenco, toros y casticismo, no hay que excluir la posibilidad de que algunos de ellos apelasen a la histórica herencia de Al Andalus para basar sus deseos de ser nación independiente.

Incluso el Principado de Asturias, tierra de aquel Don Pelayo que mantuvo a raya a la morisma, pudiera sentirse tentado por las ventajas fiscales de su homólogo de Andorra para proclamar, a su turno, la soberanía de la región. Los gallegos, que son seres hamletianos, dudarían durante un tiempo sobre la pertinencia de constituir un Estado propio o seguir en lo que quedase del anterior; aunque lo más probable es que optasen por permanecer en el limbo, para estar más cerca de las ánimas de la Santa Compaña.

El copyright de la marca España se lo quedarían, aparentemente, las dos Castillas, Aragón, Cantabria, Extremadura y tal vez Murcia, de no producirse allí una nueva insurrección del cantón de Cartagena. Algo parecido a lo que ocurrió con Serbia y Montenegro, que durante un tiempo usaron la denominación de la ya extinguida Yugoeslavia. Todo esto parece un cuento de políticaficción; pero hay gente que se lo toma perfectamente en serio, convencida de que la realidad acabará imitando a la fábula. Con España ya se sabe que nunca se sabe.