La antigua URSS dejó morir de hambre bajo el mando de Iósif Stalin a más de dos millones de ucranianos en 1932, y a este hecho deleznable se le llamó Holodomor (holocausto ucraniano). Pero este no es el tema del que quiero hablarles hoy, sino del tratamiento que dimos posteriormente entre todos a aquella matanza pasiva.

Esta brutal barbaridad fue considerada genocidio hasta 2010, fecha en la que la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa revocó tal denominación. Tanto Ucrania como otros 22 países continúan calificándolo de genocidio, y ello a pesar de que en 2008 el Parlamento Europeo adoptó una resolución en la que se reconocía el Holodomor tan sólo como un crimen contra la humanidad. Por su parte, el Parlamento Europeo y la Asamblea General de las Naciones Unidas se han limitado a mostrar de forma vergonzosa su repulsa por los hechos, aunque eso sí, teniendo extremo cuidado en no utilizar la expresión genocidio en sus declaraciones, no sea que vayan a provocar el enfado de alguien.

Como ven, nuestra bipolar Europa es incapaz de ponerse de acuerdo incluso en calificar aquel holocausto 82 años después, y esa es la misma Europa de la que esperamos que acuerde una solución eficiente para los asilados sirios. Vamos apañados.

Europa sólo se pone en funcionamiento cuando el problema se cuela en el patio de su casa que es muy particular, véase crisis económica o ébola, pues hasta donde yo sé existen millones de refugiados o exiliados por el mundo que no son más que sombras para la Comunidad Europea, y eso lo sabe muy bien el autor de la fotografía del angelito inerte en el rompeolas. Ese fotógrafo era consciente de la necesaria y franca dureza de una imagen llamada a despertar las conciencias de un letargo adormecido por el indolente estado de bienestar, porque si ves un negrito con la tripa hinchada mientras su esquelética madre le espanta las moscas de la boca piensas que eso ocurre en Júpiter. En cambio, ver un niño que viste como el tuyo, con la carita hundida en el rebalaje, te produce una indignación que casi te hace vomitar. Es lo que tiene.

Esa rabia es la que motiva que nazcan campañas de ayuda, se aperturen cuentas bancarias y cada vecino se rasque el bolsillo, pero debemos actuar con cabeza y establecer tres criterios básicos por nuestra propia seguridad: tiempo de acogida, control real de los 400.000 asilados sólo en 2015 según datos de ACNUR y fijar las prestaciones a otorgar. Abrir las puertas de par en par no es solución, porque si pena dan los que han huido desolación deben causar los que no han sabido o no han podido escapar. Una cosa es ser bueno y otra ser tonto, porque la bondad está bien, pero no a cualquier precio, o acaso alguien duda que donde comen dos comen tres pero no treinta.

Alemania cerró el domingo sus fronteras porque dio la mano y 20.000 asilados de más le cogieron el hombro. Individualmente o en pequeñas comunidades somos empáticos y solidarios, aunque si nos aglutinan bajo la burocracia la cosa se difumina y acabamos en una espiral de corrección política que nos lleva a mirar para otro lado esperando la próxima foto que nos escupa a la cara el drama humano de turno. Bosnia, Somalia, Haití… quién se acuerda ya.

La Historia se escribe hoy, y nuestros nietos consultarán espantados las hemerotecas preguntándose qué hicimos al respecto. Seremos juzgados por acción u omisión, nuestra conciencia nos exigirá que rindamos cuentas a las próximas generaciones, y gracias a las crudas imágenes del pequeño Aylan o de niñitos cristianos quemados vivos por el Daesh la falta de información no nos servirá de excusa.

Y nuestros mandatarios a lo suyo. Si la Unión Europea consideró que en 1932 millones de ucranianos se pusieron a dieta, que no nos extrañe que los políticos estimen ahora que 400.000 sirios en realidad lo que han hecho ha sido irse de romería.

Mientras tanto el Estado Islámico se relame desde una distancia cada vez más corta. Repito: y nuestros mandatarios a lo suyo.