El capítulo de los refugiados políticos tendrá que ser borrado de la historia de Europa si ésta sobrevive como integración de pueblos democráticos. Estamos conociendo en imagen viva y tiempo real una serie de reniegos y claudicaciones que despiertan sentimientos insólitos, como el de la vergüenza de ser europeos. Tan solo será redimible si pierden tal condición los que cierran fronteras a quienes huyen de la guerra y la muerte, los confinan en campos de concentración, los rodean de alambradas cortantes, los amontonan en autobuses con destino a otras fronteras cerradas, los alimentan al voleo como si fueran manadas de animales, los patean, zancadillean o aporrean, inventan castigos penales que no existían y, sobre todo, se niegan a asumir una parte proporcional del deber de acogida, aún cuando las cifras del reparto no reflejen una pequeña parte del problema real.

El espectáculo es repugnante. Seguramente la inmensa mayoría de los ciudadanos de las naciones excluyentes no son culpables de la histeria gobernante, pero se supone que los pueblos libres disponen de instrumentos legales para rechazar estas políticas de la vergüenza, racistas, insolidarias, ofensivas de la condición humana. La Unión Europea se enfada mucho y amenaza de expulsión a los países que no pagan las deudas del dinero, pero admite a los que incumplen principios moralmente más importantes, como es el que ampara el estatuto del refugiado político. A nadie satisface que la inmigración masiva sea contemplada con prismas diferentes: los que huyen del hambre y los que huyen de la guerra. Pero si el distingo fuera tolerable, que no lo es, la acogida de los segundos está siendo caótica y pone en la picota la vulnerabilidad de los principios constituyentes de la Europa unida.

Admitiendo la dificultades de asimilar un movimiento repentino y explosivo como el de los refugiados sirios que atraviesan dramáticamente el sur de Europa para llegar familiarmente diezmados a los países de promisión, lo más doloroso es el radicalismo negativo de casi todos los que fueron del antiguo Este y sufrieron dictaduras que ahora aquejan a los del norte de África. Ellos propician las imágenes más lacerantes, al tiempo que fuerzan (con ayuda de alguna democracia «avanzada») el fracaso de las «cumbres» que buscan soluciones precarias y efímeras. La filosofía de la Unión, tan abierta a la expansión de las fronteras, no previó el decalage del crecimiento rápido en los intereses y lento, o inexistente, en el área de los principios. No previó que el orgullo de la unión pudiera hundirse en la vergüenza de la exclusión. La eurofobia puede crecer exponencialmente, y para contenerla no bastará un Schauble poniendo cara de ogro.