Así se proclama el otoño, dejándose caer sobre las madrugadas y abriendo una brecha blanca entre el sueño y las sábanas, entre el calor y la ternura. Así se proclama siempre, como si lo pintase Turner y sonase detrás, a medio volumen, la trompeta tristona de Chet Baker.

Ahora, en estos días, me gusta por las mañanas sentarme muy temprano bajo el limonero a ver nacer la luz y hacer el recuento de los jazmines perdidos, el cómputo de bajas. Los jazmines de septiembre tienen una herida leve y malva en los pétalos, como advirtiendo de que se desangran muy rápido, pero son los más bellos para las biznagas.

A esas horas tempranas pasan en monacal silencio los recolectores de jazmines. Portan unos cestillos de mimbre y van depositando en ellos las flores que sobrepasan la tapia de las casas, evitando así que nadie pueda acusarles de allanar propiedades ajenas. Cogen los que ya son parte de la calle, los que ya son de todos y de nadie, y lo hacen con un mimo exquisito y seguramente tan antiguo como esta ciudad trimilenaria. A mí me gusta llamarles «traficantes de jazmines» y tengo la absoluta certeza de que son seres de otro tiempo.

Recolectar jazmines siempre fue un oficio poco lucrativo, pero tiene una impronta de belleza que no poseen otras tareas mejor remuneradas. Entre ser traficante de jazmines y concejal yo elegiría los jazmines, caminar las calles mientras amanece llevándome entre los dedos, con delicadeza, las flores más nuevas. Y luego, por la tarde, ensartar las flores una a una y construir un artefacto aromático y bellísimo que otro venderá por las calles, porque yo nunca he sabido vender nada y seguramente acabaría regalando toda la producción. Sé que viviría con muy poco, seguramente, pero siempre he intuido que vivir quizás no sea una cuestión de con cuánto, sino de cómo.

Esos viejos oficios, casi desaparecidos, casi olvidados, son la memoria arrastrada de una ciudad que existió sobre el mismo suelo y con el mismo nombre que esta ciudad. Una ciudad que quizás tuvo habitantes que se llamaban como los de ahora y donde eran igual el acento de las voces y la herida de los jazmines de septiembre. Una ciudad en el mismo sitio pero distinta y perdida. Y es inútil preguntarse cuál fue mejor, porque apenas existe relación entre ellas aparte el arcaísmo de estos viejos oficios y de las viejas postales que pretenden explicar cómo era aquella ciudad que por casualidad, por casualidad nada más, se llamaba igual que esta y en la que el otoño se proclamaba de la misma manera.