Bueno, amigos lectores, no me tomen a mal cuando digo, algunas veces, que, a pesar de mis setenta y cinco años recién cumplidos, «me encanta estar viva». Tengo mis motivos: En mis tiempos de arqueóloga pude contemplar, cientos de veces, la mala cara que se nos pone cuando pasamos «el puente de la vida». Algunas veces, por respeto, decimos: «Sí, no está muy presentable, pero que le quiten lo bailado». ¿De qué nos vale llorar cuando pasamos junto a la fotografía que te hicieron cuando cumpliste dieciocho primaveras? De nada, os lo juro, porque, cuando pasen diez años más, con suerte, aún podrás decir: «Señor, a pesar de los años pasados, conservo la misma sonrisa». Y dormirás toda la noche como si te hubieras tomado un litro de tila o similar.

Vamos a ser sensatos, de aquí a tres siglos todos estaremos «desdentados», pero, no hay que preocuparse porque puede llegar un arqueólogo «despistado» que te catalogue como «homo erectus» y, aunque te entren ganas de contestarle con un rosario de insultos a toda su familia directa e indirecta, te tienes que aguantar porque, alma mía, si un arqueólogo pretende averiguar tu edad, date por muerto. Es lo que hay. El médico revisa tu cuerpecito sandunguero para intentar curarte, los arqueólogos revisan tus restos óseos para confirmar que aquél médico que te atendió cuando aún respirabas, todavía está pagando, con rosarios, los remordimientos que tuvo cuando te diagnosticó «un catarrito sin importancia». El Señor lo haya perdonado, tú jamás, porque, el pobre hombre, aunque era muy simpático, cariñoso con los mayores, se llevó al Campo Santo a la mitad de su pueblo. Digamos toda la verdad: era más bonito que un San Luis y, aunque un médico, siendo sólo agradable, no cura, sales de su consulta muy reconfortada, diciéndole al Señor: ¡Ay, Señor, a veces, te luces! Y eso cura, vaya si cura.