Aquí en el sur, lejos de Génova, de los plasmas y de los trajes de cientos de euros que colman las sedes y el Congreso, habíamos oído rumores. Lo habíamos visto por la televisión, cierto, pero a media camino entre la suspicacia de que «Bueno, ya será menos, tampoco será para tanto...» o la total incredulidad ante lo absurdo: «¡Pero cómo no va a hablar el presidente del Gobierno! No digas tonterías...» En efecto, Mariano Rajoy. El presidente del Ejecutivo estuvo este jueves en Antequera para dar su apoyo a la campaña local para conseguir que el Sitio de los Dólmenes sea declarado Patrimonio Mundial por la Unesco. Nada podía fallar. Un viaje rápido y cómodo en AVE, una foto haciendo así con la mano, como diga el alcalde, y un paseo por el centro, saludando a algún niño y recibiendo el piropo de alguna que otra lugareña. Y para casa.

No estuvo solo el líder de los populares. Los cabecillas regional y provincial de su partido no se quisieron perder el paseo por Antequera por nada del mundo. Ni por un pleno en la Diputación. Y allí que se llegaron. Todo iba bien, según lo previsto. Mariano, en el Sitio de los Dólmenes, había encontrado su sitio. Y es que la historia y los señores que la estudian nos han enseñado que esa gente que vivía hace millones de años en la cueva, lo que es la comunicación, no la dominaban mucho. Dicho y hecho, fue volver a ver la luz después de darse una vuelta por el interior del emblemático enclave monolítico, una horda de ávidos y desaprensivos periodistas, armados con sus arcaicos instrumentos de grabación, quisieron arrancar de su plácido viaje a Rajoy. Quisieron hacerle hablar. No tiró de cachiporra, afortunadamente, pero sí de sus orígenes gallegos y de una fiel escudera para conseguir atajar y reducir en tan sólo dos o tres preguntas el mal trago que supondría emitir sonidos.

Lo poquito que dijo, lo mismo que dice a través de las pantallas, sonó a poco, sonó a antiguo y, por suerte, sonará cada vez menos dentro de tres meses.