En un mundo que ha hecho del gasto su centro, pocos se acuerdan de que los mejores regalos son gratis en términos económicos. Sólo cuestan un poco de atención, de sensibilidad y de entender las cosas y los sucesos desde su corazón y no desde la etiqueta de la que cuelga su precio. Esos regalos que no cuestan nada tienen la virtud añadida de que, por lo general, hacen más felices a quienes los reciben, duran más (son irrompibles, infinitos, puros) y se ofrecen como una especie de crítica indirecta a ese delirante y triste orden de valores imperante que ha colocado lo inmaterial (y el alma) al servicio de lo material.

Mi amigo Kike, viajero, fotógrafo y periodista, me ha hecho uno de esos regalos para siempre. Se trata de una simple, humilde, infrecuente, sonora y luminosa palabra que yo desconocía y que él se encontró en alguno de sus múltiples desplazamientos a lo largo y lo ancho de la geografía española. Esa palabra es «cazcalear» y el Diccionario de la Academia de la Lengua la define así: «andar de una parte a otra fingiendo hacer algo útil». No da más datos, excepto que es un verbo intransitivo de uso coloquial, ni la contextualiza. Pero uno enseguida le pone pilas a palabra tan hermosa y la echa a andar para ver hacia dónde se dirige.

Cazcalear es, mirada desde abajo, algo que todos hemos hecho más de una vez. Porque el ocio, el no hacer nada, la siesta, la desocupación (da igual si forzada o voluntaria), la falta de planes o el titubeo están mal vistos y nos suelen despertar sentido de culpa, razón o sinrazón por la que nos organizamos para para aparentar justo lo contrario. La utilidad y la apariencia, de hecho, son pilares básicos de nuestro modelo de civilización, que ha sacrificado en sus altares todo lo que atenta contra ellos, desde el erotismo (actividad improductiva donde las haya) hasta la poesía y el arte (una pérdida de tiempo, un lujo para espíritus melifluos) y desde los sueños (que nos apresuramos a «interpretar» para desactivar su potencial revolucionario) hasta la ternura, el cariño, el humor inteligente (y la misma inteligencia en todas sus vertientes) y el resto de pasiones menores, que se aceptan en tanto que engrasan la maquinaria social pero en la que no está bien visto detenerse demasiado.

Cazcalear es, mirada desde arriba, y de manera complementaria a lo dicho con anterioridad, una buena definición para la vida que llevamos la mayor parte de las personas. Casi todos nos afanamos en correr de un sitio a otro creyendo que lo que nos lleva es algo imprescindible, útil en su sentido más pleno, esencial. Y no: aquello a lo que hemos consagrado nuestros días suele ser una tontería engreída que descubriremos como tal demasiado tarde, a punto de morir o en los últimos años de nuestra existencia, es decir, cuando apenas quede tiempo más que para lamentarse por la oportunidad desperdiciada para ser felices y hacer felices a los demás y para entender de que va esto, estar vivo en el mundo, y transmitirle ese conocimiento a los otros.

Cazcaleamos sin saberlo pero de manera continua. Vamos de una parte a otra fingiendo hacer algo útil, y fingiéndolo tan bien que ni nos damos cuenta de que estamos representando un papel en una obra de teatro escrita por alguien que no somos nosotros. Por orgullo, por desconocimiento. Qué palabra tan expresiva, cazcalear, para ahondar en los misterios de la existencia. Gracias, Kike, por el regalo.