La publicación de un nuevo Informe PISA (dedicado esta vez a evaluar la relación entre ordenadores, alumnos y conocimiento) es una buena excusa para volver a escribir sobre Educación, ese gran tema que siempre debería estar en la primera plana de nuestras vidas. Aunque autores como Julio Carabaña sean críticos con el informe (cuestionando con sólidos argumentos su utilidad para la escuela, en su más reciente libro), y pese a que autoridades del mundo de la educación como Richard Gerver lo califican directamente de «dañino», su lectura atenta proporciona información de indudable importancia para todas las personas interesadas en la mejora de la educación, que de hecho deberían de ser todas las personas.

Hace dos años mi buen amigo y compañero Francisco Menacho, a la sazón portavoz de Educación del PSOE en el Parlamento de Andalucía, leyó el informe completo. Y me dio un dato muy revelador y desconocido: la variable que más influye en el éxito educativo de los niños no es el nivel de renta de los padres, ni tampoco su nivel educativo, como se podría pensar. Si en un hogar hay más de 200 libros la probabilidad de que los niños que viven en esa casa vayan a la Universidad supera el 95%. Un descubrimiento extraordinario.

Los libros son caros, sí, pero lo que demuestra esa estadística es que es importante la valoración del potencial transformador de la educación y de la cultura. Tener libros en casa, y leerlos, es una evidencia de inquietud intelectual, de curiosidad, de afán de aprender sobre cualquier tema, en cualquier momento. Invertir en educación en un entorno social que no valora la tremenda fuerza que tiene sobre nuestro propio futuro es como diseñar una política de transportes basada en regalar vehículos a quienes no saben conducirlos. De nada servirá aumentar el gasto público, construir las mejores escuelas, pagar más al profesorado o introducir las más modernas tecnologías en las aulas si los padres y madres no toman conciencia de la importancia que tiene aprovechar la oportunidad que se les ofrece, a sus hijos y a ellos mismos.

Norberto Bobbio nos enseñó que los derechos se deben conquistar colectivamente, entre todos, para que luego puedan ser disfrutados individualmente. Con la educación pasa lo mismo. Se realiza un importante esfuerzo presupuestario público, es decir, entre todos, para que se puedan lograr resultados individuales, basados en el esfuerzo y el sacrificio. Sin embargo, del mapa de las actividades extraescolares de la escuela pública -a la que van mis hijos, por supuesto- han desaparecido propuestas como el ajedrez, la música y casi los idiomas para dar paso a clases de zumba, salsa o yoga para familias. Lo que tiene demanda, vamos. Pura comodidad, puro conformismo. Demasiadas personas han renunciado a que sus propios hijos puedan tener un horizonte diferente al que ellos mismos han tenido. Han renunciado a subir al ascensor social, por muy gratuito que sea.

Si los partidos políticos cambian las leyes educativas cada vez que alcanzan el Gobierno; si la actividad docente se convierte en una madeja burocrática; si los padres y madres siguen viendo al profesorado no como héroes cotidianos, sino más bien como un incordio que soportar; si los informes de evaluación, como el PISA, no se leen y sólo se utilizan como arma arrojadiza en debates recurrentes de vuelo bajo; si cada mañana miles de niños y niñas acuden a la escuela después de haberse acostado tarde viendo con sus padres y madres todo tipo de telebasura, entonces sólo cabe concluir que estamos todos tirando piedras sobre nuestro propio tejado. El informe PISA está hecho en el año 2012. En ese año la inversión pública en educación en España fue de casi 47.000 millones de euros. Una cifra más que relevante como para que este país siga creyendo que la responsabilidad es siempre de los otros.