Asevera, facundo y juglaresco, que es una manifestación cultural. El ministro Fernández Díaz mira a cámara y se comunica con el pueblo, esta vez sin la intervención de la virgen de Fátima, pero igualmente jactancioso, nuclear y divino. De todos los desvaríos que le han ocupado desde que aterrizó en el Gobierno, ungido por sus credenciales eclesiásticas, este quizá haya sido el que ha pasado de largo con menos dosis de escándalo, pese a contar con toda la intemperancia e ir bien dotado de rapidez, iluminación y músculo. Sostiene el señor ministro que lo de Tordesillas, dejando de lado el apaleamiento de manifestantes y periodistas, también forma parte, a su modo, del acervo y constituye una expresión popular que podría considerarse como cultura. Si para Fernández Díaz arponear salvajemente a un animal es cultura, habría que preguntarle qué opina de Puerto Hurraco, porque lo mismo nos sorprende y le parece el réquiem de Gabriel Fauré interpretado en la catedral de Burgos. De nuevo, la España cetrina, desdentada y analfabeta vuelve a pasearse por las páginas de Europa, sin que las autoridades, además, hagan el más mínimo gesto de desaprobación ni intervengan en el asunto. Con el Toro de la Vega lo que está en juego no es sólo la continuidad subvencionada de una práctica que hace sufrir gratuitamente a un ser vivo, sino el aplauso, silente o deliberado, a un espectáculo que deja entrever como pocos el fracaso de la educación en España y la pervivencia de la oligofrenia a escala impetuosa y colectiva. En las fiestas, estuvieron mal todos: también el partido que no ordenó la expulsión inminente de un alcalde capaz de mirar hacia otro lado, o, peor aún, al mismo, frente a la zafiedad grotesca de todos sus vecinos. El argumento, que probablemente está detrás de las palabras de Fernández Díaz, es la tradición. España se ha convertido en un país siniestro y desmigajado en el que las mayores atrocidades se justifican siempre por haber resistido en el tiempo. Pronto habrá quien defienda que se queme a las mujeres en las plazas públicas arguyendo su condición de actividad milenaria y distintiva. Viendo los vídeos de Tordesillas, la deshonrosa manera de comportarse de los fiesteros, no dan ganas de decretar el fin de la nación, sino de la civilización, si es que esto en estas umbrías tierras alguna vez ha existido. Fernández Díaz debería ser pregonero. Y llevar consigo su concertina.