Si algo tiene el nuevo líder del laborismo británico, Jeremy Corbyn, es que habla claro. Tal sea la clave del éxito obtenido entre sus correligionarios frente a todos sus contrincantes. Es una virtud que se echa hoy de menos en la izquierda socialdemócrata europea. Citaba recientemente el semanario Der Spiegel una supuesta indiscreción de Angela Merkel, quien se jactó de que su colega austriaco, el socialista Werner Feymann, tenía una opinión cuando entraba en su despacho y salía de él con otra: la de la propia canciller alemana.

Desde que el premier británico Tony Blair sedujo a sus correligionarios europeos -aún recuerdo los elogios que tributaban los dirigentes del PSOE a su tan modernizadora Tercera Vía- los socialistas parecen como paralizados por la mitológica Medusa. Tony Blair es hoy multimillonario asesor de bancos, fondos de inversión, jefes de Estado poco recomendables y de cualquiera que esté dispuesto a pagarle por sus servicios, y algo parecido le ocurre a su correligionario alemán Gerhard Schröder, el hombre de la llamada «Agenda 2010», que abrió paso a la canciller cristianodemócrata que hoy manda en Europa.

¿Dónde están hoy políticos de la izquierda llamémosla moderada como el alemán Willy Brandt, el austriaco Bruno Kreisky o el sueco Olof Palme, todos ellos individuos con opiniones propias, carisma indudable y capaces de asumir riesgos. ¿Admite comparación alguna un François Hollande con el -todo lo maquiavélico que se quiera- Mitterrand? A juzgar por su ya larga trayectoria política y su discurso, Jeremy Corbyn no representa a esa izquierda avergonzada de sí misma y claudicante ante el diktat neoliberal que nos asfixia, sino que reclama lo que reclamó tradicionalmente la izquierda británica. Y a lo que renunció el Nuevo Laborismo de Blair y Gordon Brown.

Corbyn aboga por renacionalizar infraestructuras y servicios básicos como los ferrocarriles, la energía y el agua, que, privatizados, han demostrado que cuestan más caros a los usuarios y sólo acaban beneficiando a los accionistas. Pretende introducir la democracia en el Banco de Inglaterra para que sirva, no para controlar la inflación, como el Banco Central Europeo, sino sobre todo para regular la masa monetaria en función exclusivamente del interés común y no de la banca privada.

Quiere asimismo crear un banco de inversiones para proyectos de infraestructura y nuevas tecnologías, que se financiaría eliminando ciertas bonificaciones fiscales a empresas por un total de 20.000 millones de libras. Es partidario también de la democratización de internet y contrario a que multinacionales como Google o Facebook controlen cada vez más nuestro futuro, pagando un mínimo de impuestos y saltándose instancias democráticamente elegidas.

Es contrario a intervencionismos militares que, con falsos pretextos humanitarios, sólo han servido para causar muerte y miseria y a aumentar la masa de gentes que huyen de sus patrias destruidas en busca de asilo. Y se opone además al Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión, que beneficiará sobre todo a empresas y accionistas y sobre el que la izquierda europea, contaminada por la ideología neoliberal, ha manifestado una postura vacilante.

Con ese discurso no puede extrañar que el empresariado, a quien le va también con el Gobierno conservador de David Cameron, haya reaccionado con espanto y advertido de que las políticas que propugna Corbyn, de aplicarse, llevarían al país a un nuevo desastre. Y que todos pronostiquen una nueva derrota laborista, tras la de Ed Miliband, en las próximas elecciones. Frente al fuerte apoyo que le han ofrecido las bases y los simpatizantes registrados que han podido votarle, Corbyn lo tiene difícil incluso entre los dirigentes de su partido: algunos de los llamados «ministros en la sombra» no están dispuestos a seguirle. Se dicen que los «blairitas» quieren ponerle una zancadilla en cuanto puedan. ¡Así entienden la democracia interna! Entre los pocos exdirigentes que le apoyan está el exalcalde de Londres Ken Livingstone, el rebelde «Ken el Rojo» como le llamaban, para quien el Nuevo Laborismo de Blair y compañía acabó en un crack bursátil y una recesión, que llevó a las políticas de austeridad que hoy nos asfixian.