Me decía el otro día Carlos, un amigo al que le gusta cruzar conmigo algunas parrafadas, que «la única suerte que he tenido en mi vida ha sido nacer en un país civilizado. El resto me lo he procurado por mi cuenta» No es poca suerte, hube de admitir. A mí también me tocó ese boleto. Alguna vez he imaginado cómo hubiera sido mi vida cien kilómetros más al Sur, o mil, que para el caso no importa tanto. De haber conseguido llegar a la edad adulta (cosa no tan fácil en países muy precarios y teniendo en cuenta mi mala salud de hierro), es posible que hoy me viese buscando una patera, como quien busca una escalera en un poema de Machado, para que mis hijos comieran caliente al menos un par de veces al día y tuviesen la oportunidad de la que habla Carlos, la de buscarse lo demás por su cuenta. Estoy seguro de que yo sería uno de ellos. De los que emigran o de los que huyen, de los que se arriesgan porque no queda otra que intentarlo, a sabiendas de que se puede morir en el intento, pero con la certeza de que quedarse en morir con total certeza.

Estamos viendo en estos días cómo el miedo anida en las fronteras de Europa, cómo el ejército de algunos países trata de impedir con violencia que miles de seres humanos que huyen de la violencia entren en su territorio. Violencia sobre violencia, pena sobre pena, dolor sobre dolor y miedo sobre miedo.

El género humano lleva unos 200.000 años mal contados sobre la faz de la Tierra. En ese tiempo hemos conseguido dominar el planeta, conquistar el espacio, aprender lo necesario para curar una ingente cantidad de enfermedades€ Hemos creado la música, la literatura, la pintura, el cine y otras tantas cosas bellas e imprescindibles porque tenemos esa capacidad de transformar lo utilitario en bello y convertimos andar en pasear, el ruido en ritmo, las palabras en poesía. Sin embargo aún no hemos sido capaces de darnos cuenta de que la violencia no es la respuesta a nada. Si lo fuese, si en la violencia estuviera la solución a algún conflicto, con la primera guerra hubiese habido bastante, hubiese sido primera y última, porque aunque la guerra pretenda ser una solución final a un problema transitorio, jamás una guerra ha sido la solución final a nada, y entonces, en vez de buscar otro método, hacemos otra guerra mayor. Y así, ad infinitum, insistimos en la violencia haciéndola más grande y más terrible cada vez. Y no aprendemos, no aprendemos.