Parece inevitable escribir hoy sobre Cataluña, pero esta columna semanal no se va a dedicar a temas políticos que no son de su incumbencia. En el terreno de las políticas públicas hay dos cuestiones relacionadas con Cataluña que merecen un breve espacio como éste.

En primer lugar es destacable la intensa actividad legislativa ejercida por el Parlamento catalán durante lo que llevamos de año. Se han aprobado 25 leyes autonómicas, con propuestas interesantes como la Ley de Financiación del Transporte Público, por poner sólo un ejemplo. Es de agradecer que exista un Parlamento vivo, que ha sido capaz de trabajar y producir pese a la dispersión creciente de la representación política en Cataluña.

Una cuestión más destacable, y que ha pasado muy desapercibida, ha sido la creación a mediados de legislatura de la Oficina Antifraude de Cataluña (www.antifrau.com). Una oficina creada como complemento de la Sindicatura de Cuentas y especializada en la prevención y el control de posibles actividades relacionadas con el fraude y la corrupción en el ámbito público.

La creación de esta oficina respondió a una voluntad política. Y puede decirse que ha trabajado mucho y bien, al menos sobre el papel. La Oficina Antifraude ha elaborado un sencillo manual de análisis de riesgos en el sector publico: es decir, un documento que permite identificar -para controlar mejor- las áreas de riesgo de fraude y corrupción en las administraciones públicas. Parece obvio decirlo, pero los principales riesgos se concentran en la contratación pública, en la gestión de personal -cubriendo plazas sin observar los principios constitucionales de mérito y capacidad- y por supuesto en el manejo de dinero a través de la tesorería o la caja municipal, donde exista. De ahí que sea necesario vigilar con más énfasis estas zonas de riesgo. Y es que la corrupción no siempre está protagonizada por políticos: la red de funcionarios desmantelada que trató de amañar el concurso convocado por el Ministerio del Interior para el recuento de datos electorales demuestra que la vigilancia debe hacerse en todas direcciones. También hay que controlar a los controladores.

Otra iniciativa relevante y que quizás se traslade a otros ámbitos geográficos es la elaboración de «Planes de Integridad» de carácter municipal. La palabra «integridad» es ahora mismo un término muy utilizado en la redacción de propuestas institucionales de prevención y lucha contra el fraude y la corrupción. Transparencia Internacional evaluó hace tres años el Marco Nacional de Integridad de España, resaltando sus fortalezas y debilidades. Se trataría de contar con un entramado institucional realmente independiente del poder político, con procedimientos claros y mecanismos transparentes de control interno. Ya hay un municipio (Sant Cugat del Vallés) que ha redactado y aprobado su Plan de Integridad. Quién sabe si la FEMP no copiará una medida que puede aportar una visión de conjunto de los riesgos de fraude y su correspondiente prevención.

Pese a todo, la corrupción no ha formado parte de los argumentarios de esta campaña electoral. El domingo por la noche se analizaban los términos más utilizados por partidos y líderes políticos en las redes sociales como estrategia de comunicación y destacaban sobre todo palabras como «España», «independencia», «libertad» y otras muchas relacionadas más con un referéndum como el que se celebró en Escocia hace pocos meses que con unas elecciones parlamentarias. Pase lo que pase, sería deseable que la agenda institucional de lucha contra la corrupción se mantenga firme. Porque nada hace más daño a la democracia y a la confianza en las instituciones que la corrupción. Y no sólo de la económica estamos hablando.