Hasta que tomé conciencia de que «humanidad» era un vocablo polisémico pasaron años. Hubo una época en mi vida, siendo zagal, en la que, de manera recurrente, cuando mis próximos hablaban de humanidad, me costaba comprenderlos. Y lo pasaba mal. Francamente (!) mal. Uno, que fue domesticado con esmero para mostrarse seguro ante el mundo, estaba obligado a fingir estarlo cuando oía hablar de una humanidad polisémica que no conocía. A veces, ser un perfecto hombrecito trae estas perversiones.

Con el tiempo fui sabiendo que humanidad no siempre quiere decir humanismo, ni humanitarismo, ni tan siquiera sensibilidad propia del ser-humano-bueno, de los que tantos hay. Cuando aprendí que el conjunto de los hombres y mujeres somos la humanidad, independientemente de nuestra sensibilidad, nuestras capacidades humanitarias y nuestra vocación humanista -referida al conocimiento universal-, algo se descoyuntó en el núcleo de mis entendederas. Creo que fue en los derredores de aquel tiempo, que empecé a saber que el Dios de cada uno vale mucho más como compañero que como Jefe, porque difícilmente los hombres nos volvemos locos con las ideas de los compañeros, y, a contrario sensu, la historia está abarrotada de locuras colectivas, en nombre de las ideas mal comprendidas del Jefe.

Y fui asimilando la polisemia de la palabra humanidad y haciéndome a ella. Y descubrí la inefable belleza de la humanidad de la mujer. Y me alegré por todas ellas. Y, por extensión, brindé mi alegría a las paladinas feministas, porque humanidad es un vocablo femenino que identifica a todo el género humano, y eso es mucho más de lo que hace el plural neutro castellano, con el que tanto sufre nuestro feminismo patrio. Y comprendí mejor a Jacinto Benavente cuando dijo que «en cada niño nace la humanidad», a lo que yo, respetuosamente, alguna vez añadí «en todas sus manifestaciones».

Días atrás, escuchando al presidente Rajoy, rememoré aquellos tiempos en los que la paronimia y la polisemia y la homografía y la homofonía maltrataban mi sesera. Y volví a darme cuenta de que hay cosas que para saberlas no basta con haberlas aprendido. Y reparé en ello por la contundente aseveración sin anestesia del presidente Rajoy, que casi me noquea: ¿un vaso es un vaso y un plato es un plato, así, sin más, presidente…? Pues-va-a-ser-que-no. Platos que nada tienen que ver entre ellos hay muchos y vasos también -usted me entiende-. La domesticación socializante, los puntos de vista, las querencias viciadas, los intereses particulares, los estatutos de partido, las doctrinas..., que vienen después, son otras cosillas... Por cierto, me pregunto cómo serían el vaso y el plato de aquella niña de «los» chuches; la del barrio aquel de las promesas...

Que los periodos electorales son mareantes es un hecho, pero... Pintiparar es un verbo hermosísimo como pocos, y un concepto útil y sabio, pero cuando cae en malas manos se vuelve anodino, pazguato y torpe. El preciosismo volatinero, igual que el preciosismo político, hay que dominarlo, y cuando se practica sin red hay que asumir sus riesgos. La verdad, a la vista de lo oído el otro día, me volví a reconciliar con Oscar Wilde: yo también pienso que cuando Dios creó al hombre sobreestimó un poco la habilidad de este para algunas cosas...

Los turísticos -los transeúntes y los con pedigrí- tampoco escapamos a situaciones como la de los vasos y los platos presidenciales, aunque en nuestro caso la cosa va más por la empanada conceptual que por ninguna hermética intención de lucimiento facundo basada en el espíritu zen del presidente, cuando alude a su vajilla. En los últimos tiempos, diríase que los turísticos viajamos por un gigantesco intercambiador virtual al que entramos subidos en un «algo» y, sin movernos de él, por arte de birlibirloque, salimos montados en otro «algo» distinto. La confusión aleatoria entre destino, producto, segmento y recursos, y entre táctica y estrategia, empieza a ser una constante que tiende al alza, sobre todo cuando lo que toca es perorar en los atriles del cotarro turístico. Pero, sin duda, la palma de la empanada conceptual le corresponde a nuestra científica manera de entender la flexibilidad, la elasticidad y la laxitud comercial, cuando se trata de ser penetrados y fecundados por los mercados turísticos que nos enajenan..., y nos alucinan..., y nos fascinan..., y nos envenenan...

¡Oh, don Juan!, yo lo imploro/de tu hidalga compasión...

¡Grande Zorrilla, tú...!