Urge otra visita triunfal de Rodrigo Rato al despacho del ministro del Interior para atemperar el chaparrón de nuevas acusaciones de corrupción que se ciernen sobre el vicepresidente y creador de Aznar. Los funcionarios aventajan en dignidad profesional a sus ministros, no se han dejado amilanar por la obscena exhibición de poder de Fernández Díaz y su patrón. Muy consistentes han de ser las sospechas de blanqueo, fraude y apaños entre particulares, para que hayan sobrevivido a la trama de apoyos politicomediáticos que esgrime el antiguo director del FMI. La presunción de inocencia queda muy debilitada en quien maneja recursos para imponer su pureza a cualquier indicio penal por solvente que sea.

La Guardia Civil le ha vuelto a poner la mano en el cogote al líder histórico del PP y huésped privilegiado de Interior. Sorprenden los padrinazgos de un presidente de Bankia acusado de otorgar contratos a cambio de comisiones, salvo que quienes silencian uno de los mayores oprobios de la política reciente figuren en la nómina de perceptores. Entretanto, la perseverancia policial se traduce en una multiplicación de intermediarios, que conllevará la necesidad de adjudicar dorsales numerados a los testaferros de Rato. Cuando en un escándalo aparecen los«informes verbales», la corrupción está garantizada. El vicepresidente de Aznar percibía 40.000 euros mensuales de una sola empresa por este prodigio de verbalización. Es decir, el doble del salario anual de un trabajador español castigado por las políticas promovidas por Rato, y que además ha tenido que rescatar a Bankia de los desastres de su presidente.

Un nutrido contingente de trabajadores españoles no ingresará durante su vida laboral los 840.000 euros que obtuvo Rato gracias a sus ciceronianos «informes verbales». La jugosa consultoría se desarrolla en 2011 y 2012, fechas en que las condenas por corrupción implicaban que solo un presunto inviolable se atrevería a enfangarse en manejos sospechosos. Para redondear el círculo vicioso, Rato asesoraba verbalmente a una empresa que a su vez asesoraba a Bankia. Ante la nada presunta arrogancia del hombre fuerte de Aznar, cabe imaginar su estupefacción al trasladar sus «informes verbales» de despachos con un palmo de moqueta a una siempre austera comandancia de la Guardia Civil.

En su recaída, Rato vuelve a sentir un escalofrío en la nuca. La ciudadanía debería enorgullecerse de una Guardia Civil preparada técnicamente para mantener un duelo económico ante todo un exdirector del FMI, con asistencia letrada. Sin embargo, es injusto que el PP se apropie de Rato, porque el bipartidismo es él. En una anécdota reveladora fechada a principios del escándalo, Carles Francino montó un debate en su programa radiofónico entre Alfonso Alonso y Soraya Rodríguez, a la sazón portavoces popular y socialista en el Congreso. Reinó el guirigay ingobernable de los reproches mutuos, hasta que el moderador planteó una pregunta elemental:

-¿Creen que Rato ha de ser imputado?

Súbito silencio sepulcral, ni PP ni PSOE se atrevían a censurar a su ídolo compartido. Rato amansa a las fieras.

La reiterada comparecencia de Rato en dependencias con vigilancia policial mejorará su percepción de seguridad personal. Se esfumarán así las teóricas amenazas que según el ministro protector justificaban el agasajo a un presunto corrupto en despacho oficial. El vicepresidente de Aznar disfrutó de su veraneo en yate por aguas mallorquinas, donde la embarcación de recreo privada designa otro lujo fuera del alcance de la inmensa mayoría de compatriotas a quienes ha minado con sus políticas y rescates. Durante su descanso no hizo mención especial a la zozobra por su inseguridad, que tanto inquieta a Fernández Díaz. Al contrario, se quejaba de que el PP le había dado la espalda y vaticinaba una catástrofe para Papá Noel Rajoy en las elecciones navideñas. Apostaba por Podemos, y es cierto que viajaba en avión con sombrero calado para dificultar la identificación. Su peripecia recuerda el enigma de los estudiosos de la consciencia -¿puede el ser humano pensarse a sí mismo?- que tiene un correlato en el caso de Rodrigo Rato. ¿Puede el Estado juzgarse a sí mismo?