La Ley de Enjuiciamiento Criminal entrará en vigor en diciembre. Como grandes aportaciones del texto se encuentran la limitación de las instrucciones a seis meses, el cambio de denominación de los imputados, que ahora se llamarán investigados, y de los procesados, que ahora serán encausados; además, se acaba con los macroprocesos, de forma que un delito será enjuiciado con sus responsables por separado, y los jueces podrán intervenir SMS y conversaciones de Whatsapp. Lo que no hace el texto, y ése es otro de los grandes agujeros negros de nuestra justicia, es darle la instrucción a los fiscales, prácticamente como ocurre en todas las democracias de nuestro entorno. De lo que se trata es de que el juez trabaje para velar por las garantías constitucionales de los detenidos, de forma que en sus autos permita o deniegue medidas que invadan sus derechos básicos, como por ejemplo la inviolabilidad de sus comunicaciones -teléfonos o cartas-, el registro domiciliario o la prórroga de la detención. El fiscal, que es el que acusa y el que impulsa el proceso instructor, podrá así dedicarse a investigar, a solicitar cuantas medidas estime oportunas para llegar a la averiguación del delito, con lo que las instrucciones serían mucho más ágiles y concluirían antes, algo que necesita como el comer nuestra justicia, con investigaciones que se prolongan años y, cuando el juicio llega, muchos de los imputados llevan media vida soportando una pena de banquillo insoportable. Se trata, como dice un prestigioso magistrado de la Audiencia, de hacer justicia, no venganza. Y ésa es la idea. Pero, para ello, para llegar a esa reforma del sistema procesal penal, primero hay que dotar a las fiscalías de más funcionarios y fiscales, y de poner a su disposición unidades especializadas de la Policía Judicial así como expertos contables y economistas, así como peritos criminólogos, que auxilien al acusador público en su compleja tarea. Eso cuesta dinero y, sobre todo, hace falta voluntad para plasmarlo en una norma. La Ley de Enjuiciamiento Criminal data del siglo XIX y, pese a sucesivas reformas, aún no ha llegado la verdadera transformación de calado que se necesita en la justicia del siglo XXI. La pasada semana se perdió otra oportunidad histórica para ponernos al día en esta asignatura. Y si a todo eso se une que es absolutamente imprescindible que las nuevas tecnologías se extiendan de una vez por nuestros juzgados, tribunales y fiscalías, la sensación de los afectados vuelve a ser la de frustración. Eso sí, cambiándole el nombre a las cosas aquí lo solucionamos todo. En cinco años, investigado volverá a significar lo que quiere decir ahora imputado. A ver qué palabra nos inventamos entonces para los políticos detenidos no se enfaden.