He ido a la principal estación ferroviaria de la capital a sacar un billete de tren para viajar otro día. Es domingo, me dicen en Información que los fines de semana sólo despachan para el mismo día y me sugieren que vaya a una de las máquinas que Renfe tiene allí instaladas.

Tras guardar cola porque hay allí mucha gente, trato de seguir pacientemente las instrucciones de la máquina, me desespero porque no funciona como es debido la pantalla táctil y, a diferencia de lo que ocurre a veces en los aeropuertos, no hay por supuesto ningún empleado para ayudar al viajero, que debe arreglárselas solo o recurrir a quien tenga a mano.

Regreso al punto de información a quejarme, y me dicen que ellos son Adif, la Administradora de Infraestructuras Ferroviarias, y las máquinas dependen de Renfe, que es una empresa distinta, pero la señorita, muy amable, me explica que están hartos de tener que soportar las quejas del público por el mal funcionamiento de esas máquinas.

En información de Renfe, otra empleada tan paciente como amable, me señala que la falta de personal de Adif les está causando también a ellos problemas. Son las consecuencias de la privatización de muchos servicios, la insuficiente dotación y la descoordinación entre las distintas empresas.

Aunque frustrado por lo ocurrido, me decido a aprovechar la mañana dando un paseo. Hace un tiempo magnífico y las terrazas están llenas, sobre todo de turistas, pero observo que cada vez ocupan más espacio en las aceras y que muchas de ellas, las más descaradamente invasoras, están cercadas por mamparas de cristal. Una clara privatización del espacio público que todos aceptamos sin rechistar.

Me acerco a la Puerta del Sol, donde hay también un cercado que ocupa buena parte de ese espacio público y donde se están haciendo exhibiciones de no sé qué actividad deportiva, y observo que la popular plaza se ha convertido en una especie de estercolero por culpa de las latas vacías de cerveza, las botellas de plástico, los envoltorios de hamburguesas que muchos dejan en el suelo tras consumir el contenido sin que nadie les llame la atención.

Muchas papeleras de las calles próximas están llenas a rebosar y la gente ha dejado al lado bolsas de plástico. Me pregunto si habrá una huelga de la basura, pero no es así porque veo a una empleada de la limpieza, con el uniforme de una empresa privada, que trata desesperadamente de recoger algunos de esos desechos sin realmente conseguirlo. Indudablemente, la capital está cada vez más sucia.

Voy a la parada del autobús, que tarda en llegar el doble de lo normal, y la conductora me explica que un compañero no acudió a su turno y que, como cada vez hay menos personal, es inevitable que se produzcan esas cosas.

El autobús va lleno, y a él se suben varias señoras de avanzada edad, cargadas todas ellas con paquetes. En los asientos continúan sentados varios jóvenes que ni siquiera se fijan en ellas, atentos como están sólo a sus teléfonos móviles. Aunque triplico en edad a muchos de ellos, decido levantarme para ofrecer mi asiento. Así es este Madrid, me digo.