Confieso que la reflexión sobre la muerte me invita a degustar la existencia. La causalidad del fenecimiento de dos creadores literarios, una nacional y otro sueco-africano, me confirma la máxima de mi añorado poeta Mario Benedetti: «Después de todo la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida». Ana Diosdado y Henning Mankell se emparejan inesperadamente en ese túnel tan temeroso e iluminado y convergen en un cruce de vías inevitable. En este tránsito hacia la desaparición, convirtieron sus jornadas bien empleadas en un dulce sueño y unas vidas comburentes en un trance desabrido. Recuerdo a la dramaturga, mujer de teatro genético, más por sus galardonadas series televisivas y sus entrevistas -con sabias respuestas- que por las tablas escénicas. La desaparición del escritor sueco me invita a reencontrarme con el personaje de su saga de novela policiaca, Kurt Wallander, quien me lo presentó una artista malagueña, María José Jurado Zambrana, pintora de naturalezas sosegadas, atemporales, recreadas a través de su mundo intimista, sobrecogido por el amor a la luz connatural del paisaje interior que narra. Diosdado fallece trabajando. Mankell, tras el diagnóstico de su enfermedad versada en un: «Descenso a los infiernos», toma la decisión de escribir sobre el miedo, la esperanza, las doctrinas, ciñéndose a todo lo más próximo a la vida. Siguiendo esa línea vitalista del autor de Arenas movedizas, su último libro, y reflexionando sobre lo único que nos distancia del perecimiento es el tiempo, este lapso debemos aprovecharlo en función de nuestras metas más ansiadas. Mientras ello sucede, paciencia para padecer la pérdida en los últimos tres años de un total de 370 camas hospitalarias en Málaga. Y más temple para sobrellevar el caos circulatorio en el entorno Alameda. Sosiego.