Parado en un semáforo, me doy cuenta de que las cuatro personas que estamos esperando a cruzar la calle estamos mirando con una especie de recogimiento místico el móvil que sostenemos entre las manos. Y estoy seguro de que si siguiera a estas tres personas que están a mi lado hasta el próximo semáforo, todas ellas volverían a concentrarse en el móvil mientras esperábamos a cruzar la calle (y yo también, por supuesto). Desde que los móviles se han introducido en nuestras vidas -y de eso no hace más de veinte años-, cada vez nos cuesta más controlar la dependencia aguda que hemos ido contrayendo con ellos. Sin saber por qué, siempre que hacemos una pausa en el trabajo o tenemos un segundo libre cogemos el móvil y nos ponemos a mirarlo embobados. Es muy improbable que nos haya llegado un mensaje urgente o realmente importante, pero somos incapaces de pasar ese breve lapso de tiempo -esos dos o tres minutos- dejando vagar la imaginación o mirando por la ventana o tamborileando con los dedos sobre la mesa, como hacíamos en los tiempos en que nosotros mismos debíamos gestionarnos el aburrimiento. Y ahora incluso el minuto o minuto y medio de espera en un semáforo se nos hace eterno, y en vez de levantar la vista y mirar el cielo, donde quizá hay una hermosa luna que podría atraer nuestra atención, o en vez de observar los balcones o la gente que pasea -y siempre hay algo interesante que ver en la calle-, todos sacamos el móvil y lo miramos con impaciencia, esperando un mail o un Whatsapp o Dios sabe qué, cuando en realidad sabemos que nadie nos va a mandar un mensaje que nos importe de verdad.

Y peor aún es lo que ocurre por la noche en las casas, cuando todo el mundo se ha ido a dormir, todos menos los móviles, claro, que llevan una misteriosa existencia paralela que debe de estar alterando nuestra vida y nuestro descanso (y quizá también nuestros sueños). Y cuando uno intenta cerrar los ojos, de repente oye esos silbidos apremiantes que anuncian la llegada de un whatsApp, o los tañidos de arpa que ponen como sintonía los más sofisticados, aunque en mitad de la noche esos tañidos adquieren un eco inquietante, como si algún espectro hubiese soltado un gemido a dos pasos de nosotros. Y luego, por causas que ignoramos, las pantallas se iluminan varias veces seguidas y los parpadeos azulados se reflejan en el techo y en las ventanas, como si el móvil hubiera entrado en una fase de sueño profundo -la del movimiento rápido de ojos-, o como si estuviera sufriendo alguna clase de tortuosa pesadilla y nos estuviera pidiendo ayuda. Y cuando esos mismos móviles se quedan sin batería -y eso quizá es lo peor de todo-, empiezan a emitir una serie abrupta de jadeos -breves, largos, larguísimos- que uno atribuiría a una saludable actividad sexual, si no fuera porque de momento no se sabe nada sobre la hipotética vida sexual de los teléfonos móviles. Y luego llega el momento en que esos mismos móviles, quizá ya satisfechos y en paz con sus vidas, empiezan a emitir unos estertores ahogados -rrrr, rrrr, rrrrrrr- que parecen anunciar una lenta agonía. Y si a esto añadimos los lamentos que llegan de la cocina, donde una nevera existencialista se hace preguntas insidiosas sobre el sentido de la vida, y los ladridos entrecortados del perro insomne del vecino de arriba, o la sirena de la ambulancia que se cuela por el balcón, uno ya sabe que al día siguiente va a costarle mucho ponerse a silbar aquella bonita canción de La vida de Brian.

Supongo que esta larga convivencia con los móviles está cambiando por completo nuestra forma de entender la vida. Y lo mismo que ya tenemos las primeras generaciones de adolescentes a los que nadie les ha dicho nunca que no, ni padres ni profesores, también vamos a tener muy pronto la primera generación de adolescentes que se han criado pegados al móvil. Y todo esto va a cambiar a la larga nuestra forma de entender la política. Ahora mismo hay personas de todas las edades -en especial jóvenes- que se han acostumbrado a usar Twitter para insultar desde el más completo anonimato a ciertas personas -conocidas y desconocidas- a las que acusan de haber hecho algo que les parecía molesto o reprobable, y para esos odiadores profesionales el mundo es un catálogo infinito de hechos reprobables. Y cada vez hay más lectores -los profesores lo saben muy bien- que tienen serios problemas para concentrarse en una misma frase o en un solo párrafo, porque su mente ya está esperando la lucecita o el sonido que desvíe su atención hacia la pantalla del móvil. Y los padres comprueban todos los días que sus hijos están sufriendo la presión intolerable del grupo a través de los chats adolescentes, y si antes la presión del grupo sólo se podía ejercer en la calle o en el colegio, ahora se cuela a todas horas en las casas (mi hijo, a las 11 de la noche y en horario escolar, no se quiere acostar si sabe que alguno de sus amigos se acuesta más tarde). Es la tiranía perfecta del grupo que somete a los adolescentes, y ninguna familia está en condiciones de contrarrestarla.

¿Adónde llevará todo esto? Es difícil saberlo, pero está claro que la democracia entendida como un complejo equilibrio de derechos y deberes será muy difícil de mantener si los ciudadanos nos volvemos cada día más caprichosos, erráticos y superficiales. O mejor dicho, mucho más caprichosos, erráticos y superficiales de lo que ya éramos.