Entre ser pobre y ser rico media una amplia gama de menesterosidades. La pobreza y la riqueza, descontados sus puntos máximos, sus paradigmas absolutos, son conceptos sujetos a una infinita subjetividad. Un pobre de aquí puede ser casi un potentado en comparación con un pobre de un lugar menos afortunado. Los míseros cuatrocientos veintiseis euros de subsidio por desempleo para mayores de cincuenta y cinco años que se dan en España servirían para que viviese holgadamente una familia entera en más de un país del último mundo, si es que de lo que hablamos es de dinero.

Una vieja sabiduría explica que la mayor fortuna consiste en necesitar poco, porque te costará poco trabajo conseguirlo, dado que la única riqueza verdadera es ser libre para disponer de tu tiempo. Pero el ritmo de vida occidental permite escasísimas fugas, y la práctica totalidad de cuantos vivimos atrapados en él nos vemos obligados a jugar al juego del trabajo y el esfuerzo nada más que para mantenernos en el juego, como hámsteres en una rueda.

«Nadie se hace rico trabajando», dice nuestro a veces taimado refranero, pero ahora además, según el último informe de Cáritas, tener trabajo no es un seguro contra la pobreza, como lo fue durante mucho tiempo. Hasta no hace tanto, trabajar era el único antídoto legal contra la indigencia, pero eso ha dejado de ser así. Hasta casi ayer, trabajando podía uno alcanzar ese modesto equilibrio que mi madre, en su sabiduría popular, definía con la exacta brevedad de «este pan para este queso, este queso para este pan», pero esos tiempos han cambiado y el sudor de la frente no basta para ganar el pan, del queso hace tiempo que sabemos muy poco.

A mí nunca me ha sobrado el dinero, pero jamás me he sentido pobre. La pobreza, tal cual la veo, no anida solo en la cuenta corriente. He conocido gente muy pobre, tan pobre que solo tenía dinero y constantemente confundía valor y precio, y otra que sólo poseía lo que llevaba encima y la inmensa felicidad de no necesitar nada más.

«Para saber qué opina Dios del dinero sólo hay que fijarse a qué tipo de gente se lo da», dijo un escritor a quien ya nadie lee, Léon Blum. El dinero, por exceso y por defecto, puede ser una auténtica maldición. Como casi todas las cosas, probablemente en la mitad se encuentre la virtud. Ni de sobra ni en falta, esa quizás sea la medida más saludable. El problema estriba en saber distinguir exactamente hasta dónde es necesidad y desde dónde es avaricia.