Para investigar por qué hay personas que jamás aprenden de sus errores, un equipo de eminentes neurólogos estadounidenses ha descubierto algo importante: en los cerebros de algunos de los voluntarios que participaron en el experimento, el córtex del cíngulo anterior cerebral, responsable de importantes funciones cognitivas racionales, permanece muchas veces inactivo.

Las noticias de la BBC de las siete de la mañana suelen ser la primera ventana que abro cada día sobre el mundo exterior. Las del pasado martes no fueron mucho más duras que las de los otros días. Tampoco traían a la pantalla del portentoso artilugio que conocemos como televisor unos reflejos más alarmantes que aquellos que la realidad nos suministra diariamente en la hora del desayuno. Pero aún así, esta vez había en las noticias que nos daban la admirable Sally Bandock y sus colegas algo especialmente inquietante. Quizás porque ya lo esperábamos: continúa la destrucción de los tesoros que pueblan el alma y la historia de Palmira. Esta vez parece que han sido un arco prodigioso y unas columnas que desde hace siglos nos recuerdan una civilización gloriosa. Los narcisistas autores de estos crímenes contra lo más sagrado que la inteligencia humana ha creado, la belleza, han querido recordarnos que ellos siguen ahí. Como unas termitas insaciables. Con el mismo sadismo y la misma indiferencia que aún podemos percibir en las borrosas imágenes de los campos de exterminio de la reciente historia europea. El mal absoluto no deja de ser bastante estúpido. Así está cincelado en los circuitos cerebrales de algunos de nosotros.

En Dresden, en la antigua Alemania del Este, mi amada Dresden, la Florencia del Elba, la del Canaletto y los civilizados monarcas de Sajonia, un número considerable de ciudadanos acaban de manifestarse contra la llegada masiva de refugiados provenientes de Siria y de otros lugares maldecidos por aciagas deidades. Huyen éstos de viejas y crueles tiranías, donde ahora los sirvientes del nuevo Califato destruyen los mármoles sagrados de Palmira. En una de sus columnas, los ágrafos verdugos que se disfrazan de ángeles de la muerte exhibieron, como en el mostrador de una carnicería, los restos del anciano arqueólogo asesinado. Aquél que había dedicado su vida al conocimiento y a la protección de la ciudad mágica.

Supongo que es posible vencerlos. En las trincheras de la primera guerra mundial nuestro maestro Gerald Brenan se refugiaba en su imaginación, mientras hacía guardia en su puesto del quinto batallón del Regimiento de Gloucester. En la batalla del Somme. La que en 1916 hizo posible de una tacada más de un millón de muertos. Soñaba el soldado Brenan que en algún rincón del mundo le esperaba un lugar sin nombre, al que un día viajaría con sus jóvenes pensamientos y sus libros. Y donde el sol brillaría bondadoso, convirtiendo la naturaleza en una generosa fiesta. Sería como el hilo de Ariadna, «la más pura». Al final éste nos sacará del oscuro laberinto.