En los últimos tiempos estamos siendo testigos de un paulatino desmantelamiento de la cultura en nuestro país. El iva cultural, la reducción drástica de los presupuestos culturales de todas las instituciones públicas y privadas, la desaparición de centros culturales de la máxima relevancia (como el IML en nuestra ciudad), el estancamiento adquisitivo que sufren las bibliotecas (hoy en día muchas de ellas se nutren más de aportes privados que de compras propias ya que apenas tienen dinero asignado para hacerlas) y los museos, y la progresiva irrelevancia que en los planes de estudio van teniendo materias como el griego y el latín y, ahora, la filosofía (frente al auge de otras como la religión, un disparate se mire por donde se mire). La cultura, al parecer, estorba. Y ya se ha dicho por qué por activa y por pasiva: porque fomenta el espíritu crítico de quienes se nutren de ella y, al hacerlo, convierte ciudadanos incómodos (con ideas propias y poco proclives a dejarse engañar por eslóganes y otras banalidades político-mediáticas) en ciudadanos acomodaticios y asentidores.

Ahora, en efecto, le toca a la filosofía, que prácticamente va a desaparecer de los temarios. En beneficio de la religión, ya se ha dicho. Y en beneficio de la infelicidad. Porque el fin último, y no tan reivindicado como se merece, de la filosofía (y de su hermana la poesía) es trabajar para dotar a las personas de instrumentos eficaces a la hora de construirse un proyecto de vida feliz. La filosofía y la poesía ayudan a pensar y a sentir y a comportarse a partir del buen uso del lenguaje. Esta es la clave, lo que suele olvidársenos: que el lenguaje (y todo lo que se asocia a él de manera natural: el significado, la capacidad para expresar las emociones y encauzar el pensamiento, la creatividad, etc.) es el verdadero secreto de la felicidad, que el lenguaje da la felicidad (en comparación, el dinero o el poder o el prestigio social sólo dan modalidades menores o falsas de felicidad), que la felicidad y el lenguaje están indisolublemente unidos en lo que a los seres humanos se refiere (los animales o las plantas son felices a su manera sin necesidad de grandes alardes lingüísticos o de ninguno).

El lenguaje (las palabras, el ritmo, el sentido, la sugerencia, lo connotativo, las asociaciones, las metáforas, la estructura, el estilo...) se nos ha dado a los seres humanos para que exploremos las distintas posibilidades de ser feliz e intentemos ponerlas en práctica. Por eso el lenguaje tiene que respirar, sentirse vivo, servir a las emociones para que puedan expresarse en libertad, creer en sí mismo como vehículo del sentimiento y del pensamiento, limpiarse de los mil usos espúreos a los que le obliga el mundo contemporáneo. La filosofía y la poesía juegan con el lenguaje para que el mundo no juegue con nosotros, para que el mundo no nos la juegue. Un juego que debe ser feliz (divertido, profundamente humano, atento a las estrellas y a las hormigas) para que la felicidad (la poética, la filosófica, la existencial) se convierta en una posibilidad real y cercana.

Qué modelo de sociedad tan rastrero y tan deshumanizador debe tener un gobierno en la cabeza para proponer la lenta extinción de la filosofía, la poesía o las lenguas clásicas. Y es que un gobierno que tiene pavor a que sus ciudadanos sean libres y felices (con la esperanza de que así, hipnotizados, idiotizados, les voten más) es un gobierno que no se merece el poder que las urnas les ha prestado.