Es imposible no comparar el diferente ritmo de los nacionalismos en Andalucía y Cataluña: en esta, estresando a la aun joven democracia española con un desafío independentista, en aquella poniendo fin a la vida de su primer y único partido nacionalista andaluz, el PA. Andalucía se queda -cincuenta años después- sin nacionalismo político y surge de inmediato la reflexión y una pregunta recurrente: ¿Es que no hay nacionalismo andaluz?

El nuevo nacionalismo nació a finales de los años 60 como un proyecto político influido por el auge de las ideologías del desarrollo desigual, los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo, la eclosión del marxismo en los medios universitarios y profesionales europeos, la renovación del catolicismo y la recuperación de la oposición democrática que incluía a los nacionalismos históricos republicanos. Prácticamente olvidado, poco después Andalucía recuperaría gracias a Juan Antonio Lacomba, la figura de Blas Infante, su forjador como pueblo ahora hace cien años con «Ideal andaluz», la idea que creó políticamente Andalucía.

El tiempo parece darle la razón, cien años después, a Infante, y muestra cuán injusto es con las ideas y con quienes las forjan, y cómo premia en cambio los errores y la desesperante lentitud de la historia. El nacionalismo andaluz era eso, una idea que debería ir impregnando a todas las fuerzas políticas, a toda la población andaluza, hasta convencerles de que la mejor manera de ser ella, la mejor manera de su misión española de regeneración y de progreso, era ser autónoma.

A la vista de lo ocurrido ahora, parece que el PA lo que ha hecho es cumplir la misión infantiana, aunque no se si conscientemente: contagiar de andalucismo a todos en la Transición, y especialmente, forzar a que la primera fuerza política y social de Andalucía en 1977 lo asumiera gracias a la figura de Rafael Escuredo -que prometió estar en la cresta de la ola andalucista en su mandato y lo cumplió-. No sólo al PSOE: la irrupción del andalucismo en el escenario político andaluz de la transición cambió la estructura y la ideología del conjunto de las fuerzas políticas andaluzas y españolas.

Cincuenta años son muchos en una fuerza política para simplificar su naturaleza, su élite, su militancia, su electorado o su gestión. Hay muchos PA, y ahora irán saliendo con la investigación histórica y sociológica. Y ha habido también muchos desgarros en él hacia otras fuerzas políticas, especialmente hacia el PSOE, lo que refuerza la tesis del traspaso del papel de fuerza andaluza y andalucista a aquél.

Uno de los aspectos determinantes a mi juicio de esta función catalizadora del andalucismo de ASA, del PSA y del PA, y más específicamente de los dos primeros, es la influencia de los intelectuales, que aportaron la frescura y la novedad de una nueva interpretación de la identidad histórica y política de Andalucía. Muy especialmente deben señalarse, sin ánimo de exclusión, los trabajos de José Aumente, de Juan Antonio Lacomba y de José Acosta, cuya función tiene que ver con la reflexión sobre la historia de Andalucía, las tesis del subdesarrollo de los años 60, y la inserción del nuevo andalucismo en las tareas de la oposición democrática antifranquista. Intelectuales comprometidos, pues en los tres casos participaron en el proyecto político del andalucismo.

El final del PA ha tenido su intérprete en su fundador y líder, Alejandro Rojas Marcos. El andalucismo, aunque haya realizado una parábola que recuerde a su creador histórico y aunque haya querido representar en exclusiva el legado de Blas Infante, ha sido un proyecto nuevo e inserto en la historia española del tardofranquismo y la transición. Y como tal, pegado de manera insoslayable a la figura de sus élites políticas, en especial a la de Alejandro Rojas Marcos, tan bien dibujada hace años por el periodista Juan Teba. Hay mucho de Rojas Marcos en la historia del PA, como del también sevillano Luis Uruñuela y del malagueño de adopción Miguel Ángel Arredonda. Y hay mucho también de una disputa entre las élites profesionales y políticas de Andalucía sobre quién y cómo debía conducirse aquí la Transición, y con quien debía realizarse esa tarea a nivel nacional. En este caso, hay una profunda corriente de fondo que enfrentó a ASA-PSA con el socialismo andaluz del PSOE y que está en el origen de la pérdida de la S de socialista en el andalucismo.

El PSA tiene su momento decisivo en la gran victoria electoral de 1979 -municipal por los pactos de izquierdas y nacional por sus cinco diputados en el Congreso-, y en su administración política posterior, especialmente en torno a la decisión de preferir la alcaldía de Sevilla a la de Granada, y al debate sobre la mejor vía para la autonomía política. Su desenlace, la tremenda derrota de las elecciones de 1982, iniciaba una trayectoria compleja y difícil. No obstante, en esa trayectoria vendría la coalición de gobierno con el PSOE que ha ofrecido al PA sus máximas cotas de poder institucional en Andalucía y el control de su «think-tank», el Centro de Estudios Andaluces.

Lo que vaya a ser del nacionalismo andaluz en el futuro dependerá en buena medida de la marcha de la política, del éxito en la gestión del PSOE y también de la posibilidad de la conformación de nuevas élites que puedan reconstruirlo. No parece probable que ese movimiento vaya a venir desde la derecha andaluza, que ha cumplido con creces las tesis de José Aumente de que el nacionalismo andaluz sería socialista o no sería. Sin embargo conociendo un poco a Rojas Marcos, teniendo en cuenta además que la política no se abandona nunca, habría que entrar en su mente para saber si esta desaparición es otra bien pensada maniobra del veterano líder de mil batallas para reconstruir sobre nuevas bases el proyecto que ha dado sentido a su vida.