Ayer las calles estaban repletas de criaturas que iban a ras de suelo, con los pies en la tierra. Y me sorprendí. Excepto en sueños, hacía mucho que no veía a tanta gente, a la vez, con los pies en el suelo. En el hervidero callejero de ayer había de todo, hasta políticos -y adláteres-, de los dedicados a la política, que hacían gala de su mayor primor político mientras dirigían sus políticos pasos hacia sus destinos políticos. Verlos avanzar, sobre todo a tantos a la vez, aterrizados, con los pies en la tierra y con la espalda y la intención rectas mientras hacían su camino, me emocionó... No pude evitarlo. Así que, aunque caminaba solo, lo parlé en voz alta: ¿por qué no será siempre así…? Y nadie me oyó, obviamente.

Después, durante el cafelito mañanero, por boca de un amigo político ejerciente, supe que el fenómeno era cosa de la triscaidecafobia. Parece que todos los martes trece ocurre que muchos de los que habitualmente viven aleluyados y colgados de las alturas ponen pie a tierra, no sea que el maleficio del martes trece acaezca y los pille en las nubes de los nefelibatas, que están demasiado arriba para caerse... Quizá, si todos nos dedicáramos a vivir en las nubes, con las entendederas colgadas del encumbramiento embriagante, como tantos, todos nos volveríamos triscaidecafóbicos. Quién sabe... En cualquier caso, lo del martes trece parece ser verdad, porque, excepto ayer, las calles siempre están ajustadas a la cotidiana normalidad, o sea, con pocas criaturitas a pie de calle, con los pies en el suelo, y con muchas en las nubes, colgadas de sí mismas a diversas alturas.

Por cierto, hablando de nubes, monumental la parida de convertir al sol en un bien de consumo, previo pago de los correspondientes diezmos. ¿Pretenderá el ministro devolverle al astro rey la energía vital que él nos presta, en forma de euros? ¿A quién beneficia/perjudica la brillante idea soriana? Si no es un mandato celestial D2M (de Dios al ministro), no hay duda, a estas alturas del partido es una demostración de estulticia suicidante.

Las nubes, para la literatura y para la creatividad, en general, son buenos aposentos, pero para la mala prédica política no tanto. Cuando escucho la iluminación política hecha verbo doctoral, pregonando desde su nube «amados ignaros y páparos y nescientes, sabedlo: el numen soy yo», me da jindama y vergüenza... Y me acuerdo de Gómez de la Serna, cuando en un artículo sentenció que el mejor oficio del mundo era el de supervisor de nubes, que se ejerce tumbado en una chaise longue, mirando al cielo.

¿Por qué el ministro Soria y algunos otros de nuestros salvadores patrios -y aspirantes- no opositan a supervisores de nubes y se dejan de monsergas y guirigáis tan peligrosos como torpes? Últimamente, tanto miedo me dan las promesas que vienen desde las nubes de la juventud y de la novedad y del brío, como las que vienen de las nubes de la experiencia patria malentendida y mal ejercida y premiosa y fementida y estólida. ¿Por qué no será siempre martes y trece, caray...? ¡Con lo bonicos que estamos todos con los pies en el suelo, leñe...! ¡Malditas nubecitas...!

A propósito del ministro Soria -y a pesar él-: qué hermosa es la nube en la que vive nuestro turismo. La de ahora es una nube entre alba y rosicler, como la aurora. Y es suave, y tan blanda por fuera que se diría de algodón, como Platero. Es como las olas tibias del cielo que buscan domicilio sin abatir el vuelo, en las que pensaba Gerardo Diego. Así es nuestra nube de ahora, pero las nubes pueden ser cualquier cosa. Nuestros ojos están llenos de pájaros y montañas y ovejas... vestidos de nube. Y de dragones con garras y colmillos asesinos... también vestidos de nube. El secreto creo que está en la duda que expresó Borges cuando escribió aquello de que quizá la nube sea no menos vana que el hombre que la mira en la mañana... Así que, turísticos todos... ¡Pie a tierra, las nubes para los poetas!

El báratro del que venimos no otorga licencia para las confianzas acomodaticias, máxime, sabiendo que en la esencia de lo que nos está ocurriendo pesa más lo que otros hacen que lo que nosotros hacemos. O sea, solo vale un mantra: planificación.