Me gusta mucho la famosa cita futbolística de Albert Camus en la que el escritor francés asegura que todo cuanto sabe con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debe al fútbol, pero últimamente tiendo a pensar que esa sentencia es más bella que cierta. Eso también quiere decir, por supuesto, que en los días menos buenos me cuesta creer que la belleza y la verdad vayan tan juntas como el Martini con vodka en la bebida favorita de James Bond, pero eso es otro problema. ¿El fútbol nos enseña a comportarnos correctamente? ¿Es el fútbol una escuela de moral? A veces creo que sí, pero otras veces, como me sucede ahora, creo que no. ¿La filosofía nos hace felices o puede servirnos de consuelo, como sostienen famosos consejeros filosóficos como Alain de Botton en Las consolaciones de la filosofía o Lou Marinoff en Más Platón y menos prozac? ¿Sirven de algo las sentencias escogidas de un Marco Aurelio o de un Montaigne? ¿Puede Séneca ayudarnos a superar un mal momento? ¿Se consolará Piqué, cruelmente pitado por su propia afición cuando juega con la selección española, con el ejemplo de Sócrates? ¿Aprenderá un futbolero a tomar una victoria o una derrota de su equipo en su justa medida, como pediría Aristóteles, sin irracionales excesos o defectos? ¿Ese padre que lleva a su hijo a jugar al fútbol un sábado por la mañana y se pasa el partido insultando al árbitro habrá leído a Camus? El fútbol no tiene por qué mejorar nuestras vidas, del mismo modo que Platón no tiene respuestas para todo. El fútbol puede convertirnos en tipos egoístas que no soportan la alegría en el estadio del vecino, en monstruos rencorosos que no perdonan una declaración poco afortunada o un cambio de camiseta, en seres mezquinos capaces de sacarse un ojo futbolístico con tal de que el rival se quede ciego, en máquinas irracionales incapaces de ver la viga de un penalti clarísimo en el ojo del área, en poetas del horror especializados en componer audaces rimas burlándose de un delantero rival, en enemigos de la perspectiva y del matiz, en jueces implacables esclavos de leyes que jamás aplican de forma universal, en mamíferos implumes y despistados que creen que el fútbol es la medida de todas las cosas. Camus tiene razón, pero Camus se equivoca. El filósofo Ray Monk recuerda que, en cierta ocasión, Lou Marinoff participaba en un programa de radio en el que los oyentes podían llamar para hacer preguntas. En una de esas llamadas, una madre sobrepasada por sus hijos adolescentes preguntó a Marinoff qué podía hacer para que sus hijos entendieran que debían colaborar en las tareas de casa y no esperar que ella lo hiciera todo, y Marinoff respondió citando la sentencia nietzscheana que afirma que lo que no me mata me hace más fuerte. ¿Qué diablos quiere decir eso? ¿Qué tipo de consuelo puede ofrecer Nietzsche a esa madre harta de sus hijos adolescentes? ¿Por qué el fútbol tiene que consolarnos de las asperezas de la vida? ¿No es injusto cargar al fútbol con el peso de nuestra felicidad o, peor aún, con la responsabilidad de proporcionarnos certezas morales y conocimientos acerca de las obligaciones de los hombres? ¿Después de dos semanas sin partidos de Liga, las casas de los futboleros se han convertido en lugares más tristes y los bares han perdido encanto? ¿Somos los futboleros ahora un poco menos felices y más necesitados de esa escuela de moral que nos enseña a disfrutar de las victorias y aprender de las derrotas? Caramba. He vuelto a cambiar de idea. Ahora creo que sí. Ahora creo que el fútbol, Marco Aurelio, Montaigne y Séneca nos hacen más felices y mejores personas. Viva Albert Camus (de momento).