Mal vamos. Si el sentido común establece que todo país debe tener una bandera, un himno y un día de fiesta destinado a celebrar eso mismo, que sea un país, la más mínima prudencia aconseja entender que todos esos símbolos son por completo de adhesión voluntaria, que cualquiera puede no sentirse ciudadano a la hora de compartir tales claves y que resulta un despropósito convertir la falta de patriotismo en un delito. En los Estados Unidos, sus habitantes primeros suponen hoy una parte ínfima porque la inmensa mayoría de los ciudadanos viene de otra parte; se trata de inmigrantes cuyo origen nadie niega pero tampoco nadie, o casi nadie, esgrime a título de bandera contra el sentimiento patriótico estadounidense. Cuando en ese país te hacen la pregunta típica (where do you come from?) lo que te están diciendo es que, además de ser ciudadano legítimo de esos Estados Unidos de América, con todos sus derechos y deberes, tienes unos orígenes propios y quieren saber cuáles son esos. No hay contradicción alguna entre sentirse súbdito de Washington y tener antepasados irlandeses, polacos o keniatas. Pero en España somos diferentes. A pocos se les ocurre adornar la entrada de su casa con la bandera rojigualda o escuchar con una mano en el corazón el himno nacional. Son muchísimos más quienes, por el contrario, sacan a los balcones la ikurriña o la senyera. Y ni que decir tiene que, quienes lo hacen, abominan de la idea de que España sea su patria.

Pues bien, a mí, que me siento español pero me emociono más oyendo la Marsellesa, me parece un despropósito peligrosísimo lo que algunos medios de comunicación de gran alcance llevan haciendo desde que apareció el señor Mas con su proyecto soberanista sacado de manga ajena; esa misma actitud repetida con motivo del 12 de octubre -día de la Hispanidad, en tiempos- que consiste en relacionar el nacionalismo a la española, opuesto por completo al nacionalismo de origen a la norteamericana, relacionando el primero nada menos que con la Guerra Civil y hasta los desmanes nacionalsocialistas. Es probable que el proyecto de Mas sea un disparate económico, político y hasta cultural pero lo que desde luego no es ni por asomo hasta el día de hoy algo comparable a lo que sucedió bajo las botas de las SS. Es más, a mí, como español, me resulta doloroso que atribuyan tales desmanes de manera frívola e injusta a quien considero un compatriota mío aunque él no quiera serlo. Bárbaros los hay en todas partes. Pero la barbarie tiene grados. Y se instalan varios abismos de distancia entre las maniobras de Mas y sus colaboradores y el programa nacionalsocialista. Sostener lo contrario exige pruebas contundentes que yo no imagino ni siquiera de dónde podrían sacarse. Que quienes se sienten españoles están incómodos bajo el mar de las senyeras lo entiendo. Pero comparar esa sensación con la de los judíos en Varsovia a mí, al menos, me insulta.