'Populista' ha desbordado a 'complejidad' como palabra multiusos, una polivalencia que garantiza la pérdida de significado. Todas las situaciones son complejas, todos los políticos son populistas. En lugar de ensombrecer cada debate con el espantajo ambiguo, sería más práctico reconocer que en la especie de los gobernantes anida un mesiánico Donald Trump, con la diferencia de que acostumbra a emerger tras unos años de ejercicio del poder. Felipe González ejerce de gran inquisidor del populismo, hasta que se recuerdan sus cabriolas con la OTAN. Al otro extremo, Aznar simboliza los valores fundamentales inamovibles. Por ejemplo, en la reconquista más populachera que populista de Perejil.

La pulsión populista tentacular se ha infiltrado en las actividades políticas, hasta el punto de que cuesta deslindarlas de su componente carnavalesca. Escasea la prosa sobre lo contrario del populismo o, más modestamente, sobre las técnicas para localizar una alternativa incontaminada. Desde un punto de vista genérico, se asiste a la enésima confrontación del romanticismo emocional con el clasicismo racional. Antes de aplaudir esta división, no fue Corbyn quien enzarzó al Reino Unido en Irak, sino el metódico Tony Blair. Sin embargo, la liberación a muerte de cientos de miles de iraquíes solo subsiste hoy como un delirio irracional que no mejoró apreciablemente las condiciones de la región.

Populismo es lo que molesta a cada líder político en un momento determinado lo que hacen los demás. Las denigrantes pautas emocionales son más fáciles de detectar en el discurso que en los comportamientos. Por ejemplo, en «¿aceptaremos una economía donde solo a unos pocos les va espectacularmente bien? ¿O construiremos una economía donde todo el que trabaja duro tiene una oportunidad de salir adelante?». No corresponde a un discurso de Marine Le Pen ni de Syriza, sino a la alocución semanal de Obama desde la Casa Blanca, emitida el 31 de enero de 2015. El barniz populista reluce sin confusión en «los ricos juegan con otras reglas«. Por desgracia, también pertenece al actual presidente estadounidense, en un mitin de campaña.

En su resurgir contemporáneo, el término «populismo» nació para insultar a Podemos, antes de copiar sus recetas y adaptarlas a la idiosincrasia de los grandes partidos. Hubiera sido más práctico definirlo como un ingrediente indisoluble de la política, donde la discusión se limita a las dosis. Juega el mismo papel asignado hace décadas a «comunismo», un insulto a la baja porque remite a la dictadura de opereta de Corea del Norte. El mayor populista en ejercicio se llama Papa Francisco. La mayoría de sus parlamentos son indistinguibles de Pablo Iglesias, de Mujica, de Corbyn o de Donald Trump -le pego a quien se meta con mi madre-. Al creer que Podemos se refiere a los trabajadores como «los nuevos esclavos» se está cometiendo un error, porque esta expresión formaba parte de la homilía de Año Nuevo del sumo pontífice y fue revalidada en la Jornada Mundial de la Paz.

El primer programa económico de un partido español que cita elogiosamente al Papa por triplicado llevaba el sello de Podemos. Ni el católico PP se atrevería a tanto. Los profesores Navarro y Torres rechazaban por ejemplo «una idea que incluso ha sido descalificada por el Papa Francisco en un documento reciente, al considerarla causante de la economía de la exclusión y de la inequidad que mata». Bergoglio adelanta a Podemos por la izquierda populista. Es el Papa quien denuncia «la confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico», en otro manifiesto con rúbrica vaticana que entraría en el Índice del Santo Oficio.

Utilizar el populismo como contravalor democrático demuestra la misma pereza mental que hablar de una «guerra contra el terror», seguramente simétrica de la «guerra contra el humor» puesta en marcha por los islamistas a quienes nadie quiere llamar por su nombre. La reincidencia de los griegos en su apoyo a Alexis Tsipras obligará a cancelar la epidemia populista. Dado que el término denigratorio se ha asociado libremente al independentismo, cabe remontarse al libro publicado hace casi medio siglo por Jordi Solé Tura. Se titulaba Catalanismo y revolución burguesa, y conllevó una fenomenal polémica por aburguesar el concepto revolucionario. Sin embargo, el mundo entero asiste hoy a la rebelión de las clases medias, fermento habitual de la estabilidad política. Tras su vaciamiento económico a cargo del orbe financiero, tildarlas de populistas no resolverá el problema de doble fondo.