Soy un romántico. A 45 revoluciones por minuto cuando la vida me plantea la conciencia de una batalla. También en los momentos en los que defender un sueño en duelo con lo material o si una música le despierta el corazón a una historia de mi pasado. No he dejado de creer que la utopía debe ser un valor social; que imaginar es una forma de seducir a la realidad. Y que la libertad sólo puede ser mujer porque ellas saben más que nosotros de revolución. Soy un romántico que no pudo convertirse en pirata a proa de un barco negro, aunque mi única bandera continúa siendo la palabra y mi horizonte el mar. A pesar de las exigencias del tiempo y sus tramas, de las derrotas y la razón, no he rendido mi espíritu a la servidumbre realista de la economía. Tampoco al escepticismo de ir cumpliéndome hombre. Mantengo en guardia la creatividad abierta y la imperfección de la belleza frente a la fría planificación de lo clásico y de lo correcto. Igual que leo periódicos en papel y hago papiroflexia de cuadrantes de lectura en los aviones, manchándome de tinta impresa las yemas de los dedos. Y aunque ya no existe Europa, cuna y cuadro del romanticismo que la soñó, mantengo mi vocación de atreverme a sentir y atreverme a saber cómo defendía Schiller. No soy el único. Hay más románticos que resisten y lo testimonian.

Uno de ellos es Jonás Trueba, director de una película, la tercera de su incipiente carrera, Los exiliados románticos, articulada alrededor de tres amigos, a punto de entrar en las imposiciones adultas y enamorados cada uno de su idea del amor, que recorren Francia en busca de un recuerdo sentimental con piel de verano, de un debate en torno al compromiso y de un amor idealizado con visos de posibilidad. Tres historias pespuntadas por el viaje de la utopía, el de la búsqueda del yo y el de la importancia de la amistad, en las que se refleja el eterno vínculo de la camaradería infantil mientras las mujeres son las que enseñan a madurar. Jonás Trueba mezcla en su road movie romántico, con un guión reescribiéndose a lo largo de los 4.000 km recorridos a lo largo de 12 días, la ficción y la realidad. Todos los personajes mantienen los nombres propios de los actores entre los que Francesco Carril, Vito Sanz e Isabelle Stoffel provienen de sus dos películas Los ilusos y Todas las canciones hablan de mí, escrita en colaboración con el joven y brillante escritor Daniel Gascón. Es fácil reconocer en su mirada cinematográfica la de un humanista romántico como Truffaut, y la de Eric Rohmer, otro explorador de la existencia cotidiana del amor y la búsqueda de la felicidad, tanto en la sencillez de los planos y en la credibilidad de las vidas corrientes de personas corrientes como en su concepción del cine. Un espacio a habitar más que una historia que contar, según define Jonás Trueba el tiempo en el que ocupamos una película y su mundo.

Tiene talento este joven director, dotado de independencia y de frescura, que cocktelea con sensibilidad cine, música y literatura como poética de lo cotidiano, y cuyo oficio va creciendo a través de la naturalidad de sus estructuras narrativas improvisadas y libres al estilo del jazz, al que le gusta que la imagen no sea escénica sino un adjetivo. Lo mismo que usa el cine para descubrirse a sí mismo y a los demás. Otro gesto del romanticismo que plasma en su película sazonada de reflexiones filosóficas: Solos vamos más rápido, pero juntos llegamos más lejos; en las Residencias los viejos no quieren hablar con otros viejos porque son viejos. Pensamientos con eco que alcanzan su cumbre cuando uno de los personajes recuerda el cuento Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg «en lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.» Una hermosa ilustración sentimental, cercana a los primeros románticos que promulgaban los rasgos cognitivos del sentimiento.

Sentir para saber. También es lo que oferta la librería escocesa The Open Book, ubicada en Wigtown. Unas vacaciones en las que ejercer como libreros durante una o dos semanas. Por 30 euros la noche, los interesados pueden alojarse en un apartamento situado en lo alto del local, con una bicicleta a su disposición para recorrer los bucólicos alrededores de la localidad, después de abrir y cerrar la librería, atender a los clientes y elegir los libros para el escaparate y la mesa de novedades. Con el mismo espíritu un Book and Bed de Tokio ofrece a sus huéspedes la oportunidad de quedarse a dormir entre sus obras favoritas, en literas construidas entre las estanterías, muy cerca de personajes de ficción.

Muchos dirán que el romanticismo tuvo un infarto en 1884, y que el exceso de pasión lo mató. Ignoran que entre nosotros caminan el monstruo de Shelley, el Caín de Byron y el judío de Sue; que habitamos una sociedad de la autoafirmación del dominada por la orfandad ética y la temerosa obediencia al dinero y sus tribulaciones. Un escenario idónea para el romanticismo de rebelarnos como ciudadanos y soñadores a Trueba de todo. Lo que no está claro es si frente al actual peso del gris gregario de los miedos y del individualismo, seremos capaces de combatir para recuperar los ideales perdidos y defender el valor de lo compañero y de lo cómplice.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com