Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad... Lo dice don Sebastián en La verbena de la paloma, esa zarzuela que no quiere envejecer. Si a finales del XIX -que es cuando se estrenó la obra, creo- las ciencias avanzaban velozmente, hogaño la barbaridad de la velocidad de las ciencias se ha multiplicado. La semana pasada, sin ir más lejos, el mundo entero fue testigo de cómo las comunicaciones cifradas de los ministerios eran sustituidas por la prensa.

Actualmente, para intercambiar saludos entre ministerios, lo que mola es la prensa escrita. Obsérvese, si no, cómo dos ínclitos ministros la han vehiculizado para demostrar al respetable que entre lo altilocuente y lo altitonante solo hay una chispita de nada. Media pastillita de iracundia basta, para que la elocuencia se vuelva grito y los guasones que estudiaron en Bilbo y en Harvard se vuelvan ágrafos. Me da que con la otra media pastillita los ágrafos hasta se habrían tornado iletrados y nescientes y zopencos..., como resultado de la fatal regresión que los habría transportado allende los límites del sapiens... La iracundia, que tanto tiene que ver con el cerebro reptil del que nos habló Paul McLean, es una emoción enemiga que cada uno fabricamos en nuestro particular erebo. La iracundia no es buena compaña, no señor.

Lo pedestre, además de lo que tiene que ver con los pies, tiene mucho que ver con lo zafio, y lo ramplón y lo vulgar. Nuestros pies nos mueven por los mundos de Dios, sirviéndonos y ayudándonos, que es su misión. Nuestra psique, que es más versátil, tanto se muestra alada cuando nos eleva a los mundos de la esperanza y las ilusiones y los deseos, como alípeda cuando nos desciende a lo pedestre que nada tiene que ver con los pies, pero sí con la parte más áspera y grosera de nuestra existencia. Las pedestrerías -permítaseme el palabro que desde ya propongo a la RAE-, a las que tan acostumbrados nos tienen últimamente algunos de los prohombres -y «promujeres»-que nos gobiernan y/o aspiran a ello, viven en nuestros adentros, más cerca de la oscuridad de los diablos que de la luz de los dioses.

Todas las pedestrerías son recriminables, especialmente las de aquellos que nos deben el ejemplo y la lealtad, porque actúan en nuestro nombre. Si las tribus que aspiran al timón de gobierno instituyeran internamente la prohibición formal de las pedestrerías, la tan manoseada y nunca bien ejercida transparencia dejaría de ser un desiderátum por siempre jamás. Pero, ojito con las transparencias y con las tribus patrias, que las pedestrerías de postín son como los cristales nobles: a más transparentes son, más imperceptibles se tornan. Pura ley física, tú...

Lo pedestre, como no, también atañe al turismo. Los turísticos -que somos gente fiel en la salud y la enfermedad, y en la riqueza y la pobreza, hasta que la muerte nos separa del turismo- verificamos lo pedestre volviéndonos alípedes como Mercurio, y alados de testa como Morfeo. Y diseñamos sueños plácidos en camas cómodas y ensueños imposibles en mundos mágicos, para goce y disfrute de los turistas dormilones y ensoñadores que hacen posible nuestro turismo. Y, naturalmente, también nos convertimos en responsables mancomunados del negociado de pedestrerías turísticas varias.

Y a veces ocurre que no diferenciamos lo posible de lo deseable, y nos entregamos a la pagana adoración del «querer es poder», que no es una verdad unívoca. Y así impulsamos muchas de nuestras realidades estructurales que aun hoy nos mantienen prisioneros de nosotros mismos. Y, en lo estratégico, el voluntarismo nos puede... Y hacemos razonamientos malabares que, por ejemplo, explican: la importancia absoluta de los mercados lejanos para la Costa del Sol, ¡allez-hop...! Y la bondad de las alianzas turísticas andaluzas, como innovación, ¡yea...! Y que la cultura de la subvención -clientelista o no- está muerta per in sæcula sæculorum, ¡oh...! Y que un Big data, que medirá cómo son los turistas que nos visitan, nos descubrirá por qué no vienen los turistas que no vienen, ¡toma ya...! Total, un carajal...

Nuestro estado cecuciente puede que obedezca a que algunos de nuestros éxitos fulgentes, además del ombligo, nos han interesado seriamente la vista, digo yo... Y, quizá, por eso, ahora, nos hemos propuesto arreglar nuestras pedestrerías turísticas a base de «vueltas de tuerca», que es el método más científicamente-fashion-y-más-divino-de-la-muerte...

¿Y no sería mejor un oculista, oiga...?